Renzo Bellardone
PAGLIACCI
Celos y verismo, por lo tanto sentimientos y realidad, son los ingredientes de la puesta en escena de Mario Martone quien utilizando la táctica del teatro en el teatro logró fundir en una misma, la realidad de la platea con la realidad del escenario. Pagliacci se inició levantándose el telón, para ver en escena las escenografías de Sergio Tramonti, que se situaban en una periferia suburbana, bajo un puente, con tierra, hierbas y señales del paso de automóviles, todo en malas condiciones: así fue presentada la escena al público. Se cerró nuevamente la cortina mientras la música tomaba cuerpo bajo el preciso y amplio gesto de Daniel Harding, quien afrontó con respeto ambas partituras italianas, y se escuchó ‘Si può, si può…’ el prologo que por si presenta la opera. Alberto Mastromarino, en el papel de Tonio, compensó poéticamente y con caricaturesca gestualidad su discontinuidad vocal, mientras perdía el tiempo tocando el tambor en busca de la claridad en el sonido. Para cuando hizo su entrada José Cura, en el papel de Canio el payaso, se pudo apreciar la impecable uniformidad del coro dirigido por el maestro Bruno Casoni. La acción se desarrolló sobre un escenario que parcialmente cubría el foso de la orquesta, y llegaba hasta la primera fila de butacas, parcialmente ocupada por cantantes y artistas que cada tanto subían y bajaban del escenario en una continua interacción con la platea, delineando que en una opera verista, y como casi siempre sucede, la representación escénica no se distancia tanto del mundo real del que proviene su inspiración. De esta manera, la declaración de amor de Tonio a Nedda, interpretada por la convincente Kristine Opolais, desde el punto de vista actoral y vocal, se convirtió en una escena violenta o casi un intento de opresión sexual. El personaje de Canio, interpretado por Cura, que hizo llegar al corazón todos los sentimientos del ‘Vesti la giubba’ con firmeza interpretativa, se contrapuso a Gabriele Viviani, que en el papel del Silvio, su rival de amores, mostró un buen desempeño en su canto y en escena. Muy convincente estuvo el Arleechino de Celso Albelo que pudo caracterizar y delinear su personaje a pesar de su corta aparición. Los payasos, como los definían los actores y los circos itinerantes hacia finales de los años 60, entraron a escena en una caravana y en autos de época, en una zarabanda de acrobacias y sonidos como efectivamente se hacia a la usanza, enfilándose hacia el centro de la ciudad para atraer al publico para pagar su entrada y asistir a la representación que en “I Pagliacci” concluye trágicamente con el asesinato de Silvio por parte de Canio, que en esta puesta en escena, el delito de rabia, de celos y de honor, ocurrió en la sala, en medio de un publico que nota la tensión y vive la agresión realizada bajo el podio del director y donde el muerto es pisado y abandonado por el asesino que se aleja exclamando ‘La commedia è finita’
CAVALLERIA RUSTICANA
Celos y verismo, por lo tanto sentimientos y realidad, son los ingredientes de la puesta en escena de Mario Martone quien utilizando la táctica del teatro en el teatro logró fundir en una misma, la realidad de la platea con la realidad del escenario. Pagliacci se inició levantándose el telón, para ver en escena las escenografías de Sergio Tramonti, que se situaban en una periferia suburbana, bajo un puente, con tierra, hierbas y señales del paso de automóviles, todo en malas condiciones: así fue presentada la escena al público. Se cerró nuevamente la cortina mientras la música tomaba cuerpo bajo el preciso y amplio gesto de Daniel Harding, quien afrontó con respeto ambas partituras italianas, y se escuchó ‘Si può, si può…’ el prologo que por si presenta la opera. Alberto Mastromarino, en el papel de Tonio, compensó poéticamente y con caricaturesca gestualidad su discontinuidad vocal, mientras perdía el tiempo tocando el tambor en busca de la claridad en el sonido. Para cuando hizo su entrada José Cura, en el papel de Canio el payaso, se pudo apreciar la impecable uniformidad del coro dirigido por el maestro Bruno Casoni. La acción se desarrolló sobre un escenario que parcialmente cubría el foso de la orquesta, y llegaba hasta la primera fila de butacas, parcialmente ocupada por cantantes y artistas que cada tanto subían y bajaban del escenario en una continua interacción con la platea, delineando que en una opera verista, y como casi siempre sucede, la representación escénica no se distancia tanto del mundo real del que proviene su inspiración. De esta manera, la declaración de amor de Tonio a Nedda, interpretada por la convincente Kristine Opolais, desde el punto de vista actoral y vocal, se convirtió en una escena violenta o casi un intento de opresión sexual. El personaje de Canio, interpretado por Cura, que hizo llegar al corazón todos los sentimientos del ‘Vesti la giubba’ con firmeza interpretativa, se contrapuso a Gabriele Viviani, que en el papel del Silvio, su rival de amores, mostró un buen desempeño en su canto y en escena. Muy convincente estuvo el Arleechino de Celso Albelo que pudo caracterizar y delinear su personaje a pesar de su corta aparición. Los payasos, como los definían los actores y los circos itinerantes hacia finales de los años 60, entraron a escena en una caravana y en autos de época, en una zarabanda de acrobacias y sonidos como efectivamente se hacia a la usanza, enfilándose hacia el centro de la ciudad para atraer al publico para pagar su entrada y asistir a la representación que en “I Pagliacci” concluye trágicamente con el asesinato de Silvio por parte de Canio, que en esta puesta en escena, el delito de rabia, de celos y de honor, ocurrió en la sala, en medio de un publico que nota la tensión y vive la agresión realizada bajo el podio del director y donde el muerto es pisado y abandonado por el asesino que se aleja exclamando ‘La commedia è finita’
CAVALLERIA RUSTICANA
La escena completamente vacía, comienza a construirse por cantantes que mano a mano van haciendo su entrada en el escenario, llevando cada uno su propia silla, elemento de continuidad de dirección con la opera precedente, en la que la silla, violentamente aventada por Canio, representa el objeto sobre el cual se debe descargar la propia rabia y la desilusión. En esta puesta, la silla tiene diversos significados: ya que se convierte en un medio de conquista cuando se acomoda en dos filas en el interior la iglesia, que simboliza el lugar de la pureza, de la justicia y de la recompensa que no se puede obtener por casualidad sino por medio de la propia construcción personal (como llevar cada quien su propia silla). Se convertirá en el lugar de confidencia y para pedir socorro, no solo espiritual de parte de Santuzza, que fue bien interpretada por una puntual, eficaz y muy aplaudida Marianne Cornetti, que voltea hacia Elena Zilio, quien en un negro luctuoso, hasta el fin de su primera aparición, realizó la brillante interpretación de una atormentada, resignada y desesperada mama Lucia que conmovió al publico. La silla se convirtió en una plaza cuando todas fueron acomodadas en círculo durante el brindis cantado por el Turridu del joven tenor Yonghoon Lee, un agradable descubrimiento por su entonación en el fraseo claro y cargado de emotividad. Junto a una barca a la derecha, y sentada en una silla con las piernas estiradas, casi como una insolente Carmen, Giuseppina Piunti creó el personaje de Lola con habilidad artística y sin guardarse vehemencia interpretativa y de emisión vocal. El personaje de Alfio fue bien descrito por el seguro barítono Claudio Sgura que al final de sus primeras notas recibió el consenso de un público siempre atento y generalmente severo. La atmosfera siciliana se realizó delante de la primera fila de sillas que aventó un agitado Alfio, mientras un grupo de hombres sentados observaban silenciosamente, y con la simulación de la muerte del cordero de pascua que dejó a la vista una inquietante e inexorable mancha de sangre en el centro del escenario, donde permaneció todo el tiempo, aun durante la misa de la vigilia premonitoria, acrecentando las ansias de la espera y, como símbolo profético, para marcar el territorio que se convierte en testimonio del delito de honor. La sangre, se encuentra también en el centro del dialogo entre un dolorido Turridu, que cantando con el llanto en el corazón le confía a una quebrantada mama Lucia el presagio de su propio destino y el de su amada Santuzza. El coro se reafirmó incondicionalmente en los vértices de la excelencia así como la orquesta dirigida por un impecable Harding que supo delinear el verismo ahí contenido, sin caer en la rutina a la que se acostumbró en algún momento al publico, logrando resaltar puntualmente los momentos de gran lirismo y conmoción, y manteniendo la escena con la óptica de un logro profesional para todas las partes. El público, aun el más desencantado, presenció con ansias la maldición de Santuzza a Turriddu. ‘A te la mala Pasqua’ y el grito final de las dos habitantes del pueblo ‘Hanno ammazzato compare Turiddu” La dirección orquestal sobresalió y conmovió. ¡La música siempre vence!
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