Lloyd Schwarz
James Levine interpretó con la Boston Symphony Orchestra dos conciertos dedicados a las sinfonías de Robert Schumann (en conmemoración de su bicentenario) y de John Harbison. El primero inició con una tercera de Schumann, alta en calorías pero suave en las aristas, y después se interpretó la Sinfonía 1 de Harbison, que fue toda una revelación. Esta obra que fue estrenada en 1981 (con Seiji Ozawa dirigiendo, después Harbison la dirigió personalmente en Tanglewood) con Levine se escuchó en tercera dimensión. En 1981 las palpitantes percusiones y los estruendosos metales que alternaron con pasajes de un casi delicado sonido asiático me recordaron a la Sinfonía en tres movimientos WW2 de Stravinsky. (En el programa de mano: Harbison señalaba el nombre de 14 compositores con quienes lo compraban las primeras críticas de esta sinfonía). Pero esa combinación de despiadada fuerza con inquisitiva ternura es típica de Harbison, como también lo es el corto y “sfumato” segundo movimiento y la manera artera en la que el lento movimiento se levanta de un lírico paisaje cargado de blues, a una apasionada e inhibida protesta humana. Insistentes metales y percusiones vuelven al final, pero el vivaz y contrapuntal al final parecer ser feliz – o por lo menos no tan malo. Levine cerró con las piezas mas cortas: “Preludio” y “Liebestod” del Tristan e Isolda de Wagner, en los que las intimas e intensas ansias del famoso y armónicamente irresuelto inicio se convirtieron en un orgásmico y desvanecido final de muerte, una “muerte de amor” o “muriendo por medio del amor”. Se comenzó en un susurro y al contrario de Schumann, donde falto una definición rítmica más incisiva, Levine permitió a la música construir grandes arcadas de perfectas olas, con una asombrosa e inspiradora ejecución de cada una de las secciones de la orquesta. El Schumann del siguiente concierto, con una intensa y exploradora Sinfonía 2, fue uno de los triunfos de Levine. En esta inquisitiva e indagadora obra, seguramente autobiográfica, pareció en todo momento como si abriera una puerta para mirar dentro de un cuarto tenuemente iluminado. El impresionante Scherzo, con sus excéntricos alientos que sorprendían a las apuradas cuerdas, se balanceó con el profundo respiro del movimiento lento, y el público aplaudió después de cada movimiento- y en un momento a la mitad del último movimiento. La velada comenzó con el regreso del brillante violinista danés Nikolaj Znaider en una graciosa ejecución del Concierto para violín 3 de Mozart, nada presuntuoso pero afable, y sentido en el celestial segundo movimiento con un Levine que mantuvo un buen pulso. La obra principal fue el estreno de la orquesta de la Sinfonía 2 de Harbison (1986), una lúgubre pero apasionante obra de cuatro movimientos, desde el “luminoso” pero auspicioso ritual del alba, hasta la explosión de la realidad diurna, al inquietante y mudo anochecer, y a la inexorable oscuridad. Una perturbadora y maravillosa obra, y una idónea y personal contraparte contemporánea para Schumann. Ahora tendremos que esperar hasta la próxima temporada para la reposición de la recientemente estrenada quinta sinfonía de Harbison, así como para escuchar su sexta sinfonía, que le fue ya comisionada por esta orquesta.
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