Alicia Perris
Waed Bouhassoun fue contratada en Madrid por el director artístico del coliseo madrileño Gerard Mortier, que ya la conocía desde la Ópera Bastilla de París, cuando sus actividades se centraban en la gerencia operística de la capital francesa. Ocupado el patio de butacas en su gran mayoría por un público perteneciente a las diferentes comunidades árabes que viven y trabajan en Madrid, antiguos profesores de la Escuela Diplomática, diplomáticos y amantes de la tradición musical de Oriente Medio más religiosa que profana, todo hay que decirlo, Bouhassoun posibilitó al público ese distanciamiento y esa concentración que lo eleva más allá de la vivencia auditiva de las habituales grandes obras occidentales, para trasladarlo a otra dimensión. “La poesía es el arte por excelencia del mundo islámico”, explica Pablo Beneito Arias, arabista, en su documentado programa de mano de la velada. Comenta también que el repertorio de la cantante, bellísima en una túnica verde agua con aplicaciones, la abundante cabellera avellanada sobre los hombros, realiza una trayectoria poética de ida y vuelta entre el occidente y el oriente del Islam. Divide la artista su alma entre lo profano y lo divino (que a veces tantos se parecen como es el caso de la Mística en España) y agrupa en esta experiencia musical y religiosa seis conocidos poemas amatorios- tres en su versión original árabe, uno adaptado y dos traducidos al árabe del persa (los de Rumi) de cinco autores que se consideran los más talentosos de la historia de la literatura del Islam. Bouhassoun, con su voz amaderada y uterina va desgranando improvisaciones en el oud, laúd árabe, mientras comienza con Yâ nâ iman (Oh, tú que duermes), para seguir con Aghâru ´alayka (Estoy celosa), Yâ wâhiban (Oh, tú que entregas), la preciosa y conmovedora Bismil-llâh (En el nombre del divino) y las dos últimas canciones a las que se les cambió el orden y se les intercaló otro texto: Araftu l-hawâ (Conozco el amor) y Adinou bi dinil hob (Creo en le religión del amor). La lengua árabe se trastoca en seda en su garganta. En elixir. Son poemas de los siglos VIII al XIII, con música original de Waed Bouhasson, excepto Conozco el amor, que es sólo un arreglo. En el programa de mano se cita el sufismo y el centro religioso de Konia, en la Capadocia turca. Por eso es difícil no evocar a los Derviches giróvagos, también encarnados en el halo místico de esta región que transforma la religiosidad en una expresión particular de la cultura. La vinculación con el creador a través de la voz o el movimiento se viven íntimamente y con profundidad y dan a luz unas manifestaciones muy peculiares. Son muy enriquecedoras y alternativas estas manifestaciones alejadas de la cotidianeidad de la música clásica occidental de solistas, ballets, óperas o conciertos, porque en última instancia nos incitan a conocer otros territorios intelectuales y emocionales, a viajar, a relacionarnos desde otras ópticas y constelaciones con pueblos cuyas tradiciones culturales y vitales tienen un patrimonio enorme-para nosotros occidentales casi virgen- que descubrirnos. Y esta noche, gracias a Waed Bouhasson y la iniciativa de invitarla a venir, disfrutamos de una experiencia encaminada al encuentro y al descubrimiento con el Otro (otro) plural y diverso. Nos regaló una propina y puede decirse que luego no abandonó el escenario, sino que pasó a formar parte otra vez, del cosmos inenarrable y del fulgor proteico de la vida.
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