Foto: Arturo Chacón y la soprano María Katzarava/ Notimex
Iván Martínez / Confabulario – El Universal
Pocos nombres en el medio musical
mexicano generan tanto interés como el de la soprano María Katzarava. Desde su
época de estudiante, fuera vista como ejemplo a seguir por sus contemporáneos o
como revelación entre los viejos conocedores, su paso por los concursos
nacionales y la fama del Operalia que ganó en 2008, ha generado siempre gran
fascinación. Las expectativas siempre han quedado demasiado altas y los
estruendosos éxitos se han visto opacados por la exageración con que tomamos
los pequeños incidentes, como la breve época de cancelaciones de compromisos en
México de hace tres años. Por ese tiempo no pudo debutarse como Violeta Valéry
en una errada producción de La Traviata encargada a David Attié, de la que todo el
mundo salió lastimado. Habiéndolo debutado luego en 2013 en Ginebra y habiendo
participado aquí en un par de producciones que se salvaron por su presencia,
María está nuevamente en México para La Traviata, de Giuseppe Verdi, que se estrenó en el
Palacio de Bellas Artes el pasado domingo 7 de junio. Sigue destacando por
méritos propios y desméritos ajenos. Cuando está en sus mejores momentos,
Katzarava es una gran artista vocal y de la escena. Los mínimos detalles
técnicos escuchados ahora (la impureza, si se quiere, de algunos sobreagudos,
la falta de cuerpo en algunos graves), no ensucian su actuación y mucho menos
la sutileza con que hace música en cada frase; las emociones que quiere
transmitir siguen entendiéndose con un canto expresivo y lleno de matices. Cada
línea está espléndida, sea el devastador “Addio, del pasato” del final, un simple diálogo del
segundo acto, sublime en la musicalidad de cada palabra, o con su sola
presencia en el tercero. La belleza de su timbre no cambia, solo madura, y lo
aprovecha. El desarrollo de su personaje está leído de principio a fin, como
pocas Traviatas. La acompañaron Arturo Chacón-Cruz como Alfredo Germont y Jesús
Suaste como Giorgio Germont. El primero brindó osadía y vigor a su actuación,
pero su canto fue más bien plano, en general y con excepción del conmovedor
dueto final con Violeta. El segundo, por su parte, fue menos que gris: extraño
que alguien con su experiencia no hubiese aportado nada, más allá de pequeños
desplantes vocales o actorales que por exagerados caen en lo inverosímil, a un
rol tan rico como éste, del que se pueden desprender tantas capas. Los
secundarios, todos, son prueba del fracaso del Estudio de Ópera de Bellas
Artes, de donde son becarios. Tras ver un desempeño que cuando no es torpe en
movimiento pasa desapercibido, no termina de entenderse el nivel y los
objetivos de su escuela, ¿son jóvenes profesionales que se perfeccionan o
estudiantes con medianas cualidades vocales a quienes –abaratando costos– se
les dan pequeñas oportunidades en el que debiera ser el escaparate más exigente
de la ópera nacional? No hay uno solo con presencia, vocal o escénica,
suficiente para alternar con figurones como Katzarava, Chacón o Suaste. Desigual
también el desempeño de los ensambles. El Coro del Teatro pecó de diferentes
maneras y no por ellos: su director huésped, Jorge Alejandro Suárez, los hizo
gritar –no en un sentido de volumen, sino en la manera en que se emite el
sonido– y esto perjudicó la dicción, su cuerpo y su color, mientras que el
descontrol escénico resulta inenarrable. Por su lado, Srba Dinic llevó a cabo
con solvencia su empresa como concertador desde el foso. No ha hecho lucir a la
Orquesta del Teatro de Bellas Artes como venía acostumbrando, pero no es ésta
la partitura de Verdi que ofrezca las más vastas posibilidades para hacerlo.
Los tempi elegidos
–expandidos sin llegar al rubato– y algunas inflexiones podrían parecer
exageradas para algunos puristas de la ópera italiana del siglo XIX, pero no
han entorpecido el fraseo de los solistas y, de hecho, en momentos lo han
ayudado. No haría falta mencionar el control sobre el volumen, que en
producciones recientes ha pecado de excesivo: con cantantes como con los que
contó en esta ocasión, supo extender sus matices sin temor a tapar a ninguno de
ellos y cuando hubo de ir a los pianissimo lo hizo con sutileza admirable. La escena,
firmada por Juliana Faesler acompañada por Clarissa Malheiros es un desastre
lleno de incoherencias, de ideas no desarrolladas que no llegan siquiera a un
nivel posible de discusión. Ella misma ha realizado el diseño escenográfico y
de iluminación (que no existe) junto a Érika Gómez, reutilizando cachivaches de
las bodegas de Palacio y amontonándolo todo en espacios donde nadie puede
moverse, donde todo estorba –incluso las personas– y de manufactura que ya no
es aceptable ni en producciones escolares de academias como Artestudio o el Tec
de Monterrey. Igual de deplorable el “diseño” de vestuario de Mario Marín del
Río, quien igual utiliza ropajes decimonónicos que actuales.Al caer el telón de
la segunda función, ni Juliana Faesler ni quienes la acompañan como
co-creativos salieron a dar la cara. Nos quedamos esperando mientras escuché a
mi acompañante sentenciar: “es lo peor que hemos visto en Bellas Artes”, lo
que, por repetitivo, representa el verdadero escándalo: más temprano que tarde,
como sucede con Piña, Lombana o Espinosa, veremos nuevamente a este equipo
ejecutar otro título bajo el amparo institucional. Habremos olvidado. Y nos
volveremos a sorprender.
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