Joel Poblete
Sin duda había muchas expectativas en el
ambiente musical chileno frente al debut de El Cristo de Elqui, una de las
grandes apuestas culturales de este 2018 en ese país. De partida, se trataba de
una ópera basada en dos novelas de uno de los escritores más populares y
exitosos de Chile, Hernán Rivera Letelier, escrita por uno de los compositores
más reconocidos ahí en los últimos años, Miguel Farías, con guion del sociólogo
y ex pre-candidato presidencial Alberto Mayol e interpretada por una docena de
cantantes nacionales. Pero además era la primera partitura chilena en más de
cuatro décadas que tendría su estreno mundial como parte de la temporada lírica
del Teatro Municipal de Santiago, escenario que si bien en los últimos 20 años
ha ofrecido otros títulos locales de este género, como Fulgor y muerte de Joaquín
Murieta de Sergio Ortega (en 1998 y 2003) y Viento blanco de Sebastián
Errázuriz (en 2008 y 2009), no los presentó como estrenos mundiales en la
temporada lírica oficial. El Cristo de Elqui, en cambio, era la segunda
obra del actual ciclo operístico del Municipal, presentada en cinco funciones
entre el 9 y el 16 de junio. Y a juzgar por la buena recepción del público que
tuvo su estreno, la pieza cumplió en buena medida con las expectativas, como lo
demostraron los efusivos aplausos de los espectadores. Aunque en otros escenarios sí ha sido posible
ver óperas chilenas, en los casi 161 años del Municipal no han sido estrenadas
más de 12 óperas en su temporada lírica oficial; la primera fue en 1895, y la
última databa de 1972. Y el principal responsable del éxito de este nuevo
título es su compositor: nacido en Venezuela en 1983, Farías se formó
musicalmente en Chile, Suiza y Francia, y ya tuvo su primera y comentada
experiencia en ópera hace justo seis años, en 2012, cuando estrenó en el Teatro
Escuela de Carabineros de Santiago su Renca, París y liendres, muy bien
recibida por los expertos e incluso ganó el premio del Círculo de Críticos de
Arte de Chile de ese año. Adaptando dos novelas de Rivera Letelier, La
reina Isabel cantaba rancheras, de 1994, y El arte de la resurrección, de 2010,
Farías desarrolló una partitura que se extiende a lo largo de una hora y 40
minutos, divididos en un prólogo y cuatro actos, separados por un intermedio.
Ambientada en el desierto nortino chileno, sólo abandona esa zona en el prólogo
y el último acto, que transcurren en la capital chilena, Santiago, y su
protagonista está inspirado en una figura de contornos místicos que ha
trascendido en el tiempo: Domingo Zárate, nacido a fines del siglo XIX y quien
en los años 20 del siglo pasado se convirtió en un predicador que decía ser la
reencarnación de Cristo y deambuló por las pampas predicando a mineros y
prostitutas, e incluso viajó a Santiago a extender su mensaje en 1931, ocasión
en la que fue enviado al manicomio, para caer en el olvido en los años
posteriores y finalmente morir cuatro décadas después. Como historia El Cristo de Elqui es una obra
quizás difícil de clasificar a nivel conceptual. El argumento es atractivo y
podía dar para mucho, aunque en la adaptación operística de Farías-Mayol su
ritmo es un poco irregular y se echa de menos otro acto o una escena más para
permitir mayor desarrollo al protagonista y su impacto colectivo, o que
sirviera a modo de transición dramática, pues el último acto se siente un poco
abrupto y precipitado como conclusión, lo que de todos modos no es grave ni
afecta la buena impresión que deja la obra. Y esa percepción positiva descansa
fundamentalmente en la labor del compositor, quien creó una partitura dinámica,
sugestiva y capaz de ser transversal e interesar tanto a los académicos como a
quienes tuvieran alguna reticencia frente a la ópera contemporánea. Como ya
hizo en Renca, París y liendres, los personajes deben cantar pero también
declamar y en algunos momentos conversar en medio de la partitura, y también la
música es ecléctica y no teme entremezclar lo tradicional con las raíces
populares; así, en un instante se canta una ranchera y hay elementos de música
popular, aunque también es posible percibir a otros autores: en entrevistas
previas al estreno, Farías mencionó a maestros aún vivos como el húngaro Péter Eötvös
y el argentino-francés Oscar Strasnoy, pero también a otros más legendarios que
el auditor atento pudo reconocer en más de un momento, como Stravinsky,
Prokofiev y Shostakovich. Farías desarrolló momentos muy interesantes en
lo musical, como por ejemplo el intento de resurrección en el primer acto, el
interludio entre los dos últimos actos o el desenlace de la obra, u otros tan
efectivos como el inicio del segundo acto, que transcurre en el burdel de la
Reina Isabel. La partitura puede ser calificada de impresionista en su
atmosférico discurso sonoro, por la variedad timbrística, los colores y los
recursos que emplea Farías, incluyendo toques originales y tan creativos como
las mangueras plásticas que desde el foso de la orquesta producen un particular
sonido casi como si fueran un viento que silba, al ser movidas rápidamente en
distintos momentos de la obra que parecen reflejar o describir el ambiente del
desierto, con su inmensidad y soledad. Y también es digna de resaltar su
capacidad para alternar los momentos más serios o graves con la frecuente
aparición de elementos de humor o sátira que incluso provocan risas en el
público. Primordial en la posibilidad de apreciar la
partitura fue la notable y muy comprometida labor de la Filarmónica de Santiago
bajo la batuta de su director residente, el maestro chileno Pedro-Pablo
Prudencio, en una lectura vibrante, atenta, detallista y vital. Y como es
habitual, el Coro del teatro, dirigido por Jorge Klastornik, tuvo un excelente
desempeño, tanto sus voces femeninas interpretando a las prostitutas en los
actos segundo y tercero, como en el desenlace encarnando al pueblo que espera
la llegada del protagonista a Santiago. Uno de los puntos que llamaban la atención
previamente en esta propuesta del Municipal, era haber convocado para
encargarse de la puesta en escena a una eminencia internacional como el
prestigioso director teatral argentino Jorge Lavelli, radicado hace más de
medio siglo en Francia y referente en teatro y ópera desde hace décadas. El octogenario
maestro debutó en Chile el año pasado con el montaje de la ópera Jenufa, que en
general fue bien recibido por la crítica especializada, a pesar de algunos
detalles que no convencieron por completo. Ahora, en su regreso, tenía el gran
desafío de escenificar una obra totalmente nueva.
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