Fotos: Vincent Pontet
Ramón Jacques
El Teatro de los
Campos Elíseos de Paris, uno de los bastiones de la música barroca en esta
ciudad, incluyó dentro de su presente temporada Orfeo y Eurídice de Gluck, en su versión italiana en tres actos de
1762, con la concepción escénica que el director Robert Carsen estrenó en Chicago y en Toronto hace algunos años. Se trató de un espectáculo simple, directo,
austero, que si no es uno de los proyectos más memorables del director
canadiense, cumple su función de halagar al espectador, sin crear una
distracción del aspecto musical de la función.
Toda la acción se desarrolla en un árido y desolado terreno rocoso, con
una fosa en el centro del escenario, que representa la entrada al inframundo.
El fondo blanco del escenario se oscurece pasando de tonalidades grises al
negro creando un ambiente lúgubre de claroscuros, con los solistas y coristas
ataviados con trajes negros. Tobias
Hoheisel es el creador de las escenografías y de los vestuarios. El centro de la atención estuvo en el
contratenor Philippe Jaroussky un
Orfeo con brío y carácter, quien pesar de algunos confusos movimientos sin
sentido y por momentos desmesurado histrionismo, tuvo un buen desempeño vocal, con
refinado fraseo y la emisión. Eurídice tuvo en la soprano Patricia Petibon a una intérprete ideal, que comprometida física y
vocalmente dio credibilidad al personaje mostrando una amplia variedad de
colores y matices en su voz. Con su
juvenil y fresca apariencia, la soprano húngara Emőke Baráth iluminó escénicamente a Amor, y exhibió buenos medios
vocales. El coro de Radio France aportó a
la función con su uniformidad y ánimo.
La orquesta suiza I Barocchisti estuvo muy bien en el foso, su buena
conjunción y sonoridad sobresalieron, a pesar de que la encendida y por
momentos apresurada conducción de su titular Diego Fasolis, ocasionó desfases con las voces.
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