Wednesday, September 6, 2017

La Traviata en Costa Rica

Foto: Melissa Fernández

Jordi Antich / La Nación de Costa Rica

Posiblemente La Traviata es la ópera decimonónica más firmemente enraizada en su entorno histórico. No obstante, ya desde el estreno en 1853 Verdi y su libretista Francesco Piave fracasaron en una agria disputa contra la intendencia del teatro La Fenice de Venecia, que se empeñó en trasladar la acción a finales del siglo XVII, como era la moda en ese momento. En nuestra época, en la pueblerina Costa Rica del siglo XXI, hay otras modas y otros extravíos: lo que se pretende es atraer a un público más joven incorporando pantallas de plasma, teléfonos celulares y video, como si por ser jóvenes fueran por definición incapaces de emocionarse ante el dramatismo del amor frustrado o la belleza de la melodía verdiana, a menos que les llegue por Whatsapp. En todo caso, confieso que disfruté de la puesta en escena de José Darío Innella de La traviata en el estreno del domingo pasado en el Teatro Melico Salazar y que no me molestó en lo más mínimo el uso de aparatos electrónicos, ni un decorado y vestuario entre ecléctico y hipster, lo cual, sin duda, resultó conveniente para economizar en trajes de gitanos, toreros, damas de largo y en el frac de nobles caballeros. Lo que sí me incomodó, siento decirlo, fue la degradación de Violetta, la protagonista, convertida durante el primer cuadro en una vulgar “extraviada” de lobby de hotel. Originalmente, tanto en la ópera como en la novela de Alexandre Dumas, hijo, este personaje emblemático del siglo XIX es una cortesana admirada y codiciada por la aristocracia masculina de París, pero no solo por su belleza seductora sino también por su elegancia, distinción y buenas maneras ( Quai modi! Pure... ; ...une distinction peu commune ). Reconozco también una imaginativa y muy atractiva gama de soluciones de planteamentos escénicos y escenográficos que evitaron que el coro y la mayoría de los solistas cantaran hieráticos viendo al público, como pasa con frecuencia en nuestras producciones. Ora cantando sentada casi de espaldas, ora acurrucada en un sillón, Elizabeth Caballero (Violetta) se desenvolvió en el escenario con gran naturalidad. Del mismo modo Massimiliano Pisapia (Alfredo) y el resto del elenco se mostraron convincentes en sus actuaciones, con la única excepción, tal vez, de Fitzgerald Ramos (Germont), quién optó por la rigidez del Convidado de Piedra. Ostensiblemente, lo más destacado de la velada fue el virtuosismo e intensa expresividad con que Caballero enfrentó algunas de las más famosas y bellas arias operáticas de todo el repertorio (Ah, fors’è lui; Sempre libera ; Addio del passato ) De la participación de Pisapia quisiera resaltar una voz especialmente tersa y delicada con muy buena proyección, aunque no tan lograda como la de la soprano. Ramos, por su parte, hizo suyo prácticamente todo el final de la escena primera del segundo acto con una emisión potente y agradable sonoridad. Respecto a los papeles secundarios solamente puedo apenas destacar los de Keren Padilla (Flora) y José Arturo Chacón (Barone Duphol). Un coro bien preparado por Marcela Lizano cumplió con creces emblemáticos momentos como el famoso Brindisi o el Coro di zingarelle e mattadori. De igual manera, la batuta clara y precisa del director Arthur Fagen funcionó de maravilla en el difícil acompañamiento de arias y conjuntos, pero resultó algo insulza en el Preludio, que anticipa el dramatismo del final de la ópera, y en general en el tratamiento expresivo de la música de Verdi. Finalmente, en el tercer acto, yo hubiera esperado algo menos de agitación en la agonía de Violetta, a menos que en esta producción hayan decidido que, novedosamente, debía morir del Baile de San Vito y no de algo tan anticuado como la tuberculosis.

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