Foto: Melissa Fernández
Jordi Antich /
La Nación de Costa Rica
Posiblemente La Traviata es la ópera decimonónica más firmemente enraizada en su entorno
histórico. No obstante, ya desde el estreno en 1853 Verdi y su libretista
Francesco Piave fracasaron en una agria disputa contra la intendencia del
teatro La Fenice de Venecia, que se empeñó en trasladar la acción a finales del
siglo XVII, como era la moda en ese momento. En nuestra época, en la pueblerina
Costa Rica del siglo XXI, hay otras modas y otros extravíos: lo que se pretende
es atraer a un público más joven incorporando pantallas de plasma, teléfonos
celulares y video, como si por ser jóvenes fueran por definición incapaces de
emocionarse ante el dramatismo del amor frustrado o la belleza de la melodía
verdiana, a menos que les llegue por Whatsapp. En todo caso, confieso que
disfruté de la puesta en escena de José Darío Innella de La traviata en el
estreno del domingo pasado en el Teatro Melico Salazar y que no me molestó en
lo más mínimo el uso de aparatos electrónicos, ni un decorado y vestuario entre
ecléctico y hipster, lo cual, sin duda, resultó conveniente para economizar en
trajes de gitanos, toreros, damas de largo y en el frac de nobles caballeros. Lo
que sí me incomodó, siento decirlo, fue la degradación de Violetta, la
protagonista, convertida durante el primer cuadro en una vulgar “extraviada” de
lobby de hotel. Originalmente, tanto en la ópera como en la novela de Alexandre
Dumas, hijo, este personaje emblemático del siglo XIX es una cortesana admirada
y codiciada por la aristocracia masculina de París, pero no solo por su belleza
seductora sino también por su elegancia, distinción y buenas maneras ( Quai
modi! Pure... ; ...une distinction peu commune ). Reconozco también una
imaginativa y muy atractiva gama de soluciones de planteamentos escénicos y
escenográficos que evitaron que el coro y la mayoría de los solistas cantaran
hieráticos viendo al público, como pasa con frecuencia en nuestras
producciones. Ora cantando sentada casi de espaldas, ora acurrucada en un
sillón, Elizabeth Caballero (Violetta) se desenvolvió en el escenario con gran
naturalidad. Del mismo modo Massimiliano Pisapia (Alfredo) y el resto del
elenco se mostraron convincentes en sus actuaciones, con la única excepción,
tal vez, de Fitzgerald Ramos (Germont), quién optó por la rigidez del Convidado
de Piedra. Ostensiblemente, lo más destacado de la velada fue el virtuosismo e
intensa expresividad con que Caballero enfrentó algunas de las más famosas y
bellas arias operáticas de todo el repertorio (Ah, fors’è lui; Sempre libera ;
Addio del passato ) De la participación de Pisapia quisiera resaltar una voz
especialmente tersa y delicada con muy buena proyección, aunque no tan lograda
como la de la soprano. Ramos, por su parte, hizo suyo prácticamente todo el
final de la escena primera del segundo acto con una emisión potente y agradable
sonoridad. Respecto a los papeles secundarios solamente puedo apenas destacar
los de Keren Padilla (Flora) y José Arturo Chacón (Barone Duphol). Un coro bien
preparado por Marcela Lizano cumplió con creces emblemáticos momentos como el
famoso Brindisi o el Coro di zingarelle e mattadori. De igual manera, la batuta
clara y precisa del director Arthur Fagen funcionó de maravilla en el difícil acompañamiento
de arias y conjuntos, pero resultó algo insulza en el Preludio, que anticipa el
dramatismo del final de la ópera, y en general en el tratamiento expresivo de
la música de Verdi. Finalmente, en el tercer acto, yo hubiera esperado algo
menos de agitación en la agonía de Violetta, a menos que en esta producción
hayan decidido que, novedosamente, debía morir del Baile de San Vito y no de
algo tan anticuado como la tuberculosis.
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