José Noé Mercado
Existía gran expectación por el rescate de
la ópera Atzimba del compositor
mexicano Ricardo Castro (1864-1907), originalmente estrenada en 1900 y de la
que 52 años después se extraviara la partitura orquestal de su segundo acto. La conmemoración por los 150 años del
natalicio del músico duranguense incluyó el encargo de la orquestación de la
parte perdida al compositor Arturo Márquez, célebre entre otras razones por su Danzón No. 2, y el reestreno de la obra
con una respectiva puesta en escena. Así, luego de presentarse en febrero pasado
en Durango, cuyo instituto estatal de cultura encabezara el proceso de rescate,
y de reponerse en Cuernavaca, Morelos, como parte de programa del INBA “Ópera
con los Estados y Entidades Federativas”, la producción de Atzimba llegó al Teatro del Palacio de Bellas Artes los días 10 y
13 de abril, como una posibilidad más de seguir reflexionando sobre la
identidad mutante de la ópera mexicana, sus características y pretensiones, sus
alcances y limitaciones. Si el rescate de la obra y su montaje en sí
mismos constituyen un feliz acontecimiento, no podría decirse lo mismo del la
puesta en escena ni de la interpretación vocal, al menos el día del estreno. Puesto que, desde luego, bien pueden
someterse a consideración las virtudes de un compositor interesado en romper
con el pasado italianizante de sus predecesores nacionales (lo que no
necesariamente logra sobre todo cuando corren en su bello lirismo romántico
aires del Verdi maduro o, si se quiere, algo wagneriano) y no muy diestro en la
escritura vocal, cuya redacción retiene a los solistas en un registro tirante
con pocas ventanas orquestales para asomar la voz y una demanda de volumen poco
propicio para los matices íntimos y para eludir cierta monotonía. De igual manera, pueden ponderarse las
deficiencias del libreto en español de Alberto Michel, basado en un episodio de
La conquista de Michoacán de Eduardo
Ruiz. Con su irregular métrica de frases; un lenguaje que con asiduidad se
sumerge en la cursilería más que en el conflicto idiomático y cultural entre
los conquistadores españoles y los
indígenas tarascos; con una trama trillada (triángulo amoroso, con
protagonistas de bando rival) de personajes y motivaciones elementales; y que no puede siquiera disimular fallas
evidentes en su estructura y desarrollo: hacia el final del tercer acto, por
ejemplo, regresa ingenuamente al punto dramático en el que había concluido el
segundo.
Todo ello, y su respectiva discusión, es natural y puede quedar en la anécdota que implica el redescubrimiento de una obra estelar del catálogo de un músico destacado en la historia musical mexicana. Pero lo rudimentario del montaje, con dirección de escena de Antonio Salinas, concepto escénico de Luis de Tavira, vestuario de Estela Fagoaga y diseño de escenografía e iluminación de Jesús Hernández, sólo pudo ser correspondido por los numerosos abucheos de un público que como hábito suele aplaudirlo todo. No era para menos. Las acciones giraron en torno a un par de anómalas pirámides enanas, a las que a la menor provocación cualquiera se subía o se introducía, olvidando el carácter simbólico y ritual que tuvieron en Mesoamérica. Al fondo, en lo alto, un espejo-pantalla inclinado proyectaba imágenes difusas y extrañas, como un cielo nocturno abierto y estrellado que a gran velocidad dejaba paso a nubarrones negros para luego repetir la secuencia, en una especie de loop visual que terminó por producir una ocurrente lluvia física en el proscenio al concluir la obra, que podría asumirse como una metáfora de esta producción: llovió sobre mojado. El trazo y la disposición de la escena, cuyos elementos penosamente se movieron a mano, empujándolos a la vista del público, como si la maquinaria teatral nunca se hubiese inventado, desaprovecharon el sentido de la música, ya fuera en momentos de conflicto grupal, en marchas de entrada solemne o en danzas que apenas si incluyeron coreografías totalmente cutres. Los abucheos de esa primera función también salpicaron el nivel del elenco encabezado por la Atzimba de la soprano Violeta Dávalos, el Jorge de Villadiego encomendado a José Luis Duval, el Huépac del bajo barítono Guillermo Ruiz, la Sirunda de la contralto Ana Caridad Acosta, el Hirepan del barítino Armando Gama y El rey Tzinzitcha de barítono Carlos Sánchez. Poco puede y debe rescatarse de ese elenco en el que las desafinaciones constantes, el desgañite y, en suma, la falta de técnica adecuada para resolver una partitura vocalmente incómoda, fueron la moneda de cambio. Pero es justo destacar la zona media del registro de Violeta Dávalos, donde su emisión encuentra su mejor y más cálida área expresiva; la bella y controlada idea de canto de Carlos Sánchez; la capacidad y el arrojo vocal de Armando Gama para afrontar un potro sin duda bronco; y la inocencia de Ana Caridad Acosta en el desaguisado, en el que sólo cantó un par de líneas. A ello debe sumarse la buena concertación musical de Enrique Patrón de Rueda al frente de la Orquesta y el Coro del Teatro de Bellas Artes, ya que su experiencia y conocimiento de la voz siempre aporta al equipo. Rescatada la ópera de Ricardo Castro, deberá resguardarse como muestra de música vehemente y apasionada. Ahora, seguramente, se extraviará la imagen que de ella se guardaba en el mito, en el recuerdo o en la imaginación.
Todo ello, y su respectiva discusión, es natural y puede quedar en la anécdota que implica el redescubrimiento de una obra estelar del catálogo de un músico destacado en la historia musical mexicana. Pero lo rudimentario del montaje, con dirección de escena de Antonio Salinas, concepto escénico de Luis de Tavira, vestuario de Estela Fagoaga y diseño de escenografía e iluminación de Jesús Hernández, sólo pudo ser correspondido por los numerosos abucheos de un público que como hábito suele aplaudirlo todo. No era para menos. Las acciones giraron en torno a un par de anómalas pirámides enanas, a las que a la menor provocación cualquiera se subía o se introducía, olvidando el carácter simbólico y ritual que tuvieron en Mesoamérica. Al fondo, en lo alto, un espejo-pantalla inclinado proyectaba imágenes difusas y extrañas, como un cielo nocturno abierto y estrellado que a gran velocidad dejaba paso a nubarrones negros para luego repetir la secuencia, en una especie de loop visual que terminó por producir una ocurrente lluvia física en el proscenio al concluir la obra, que podría asumirse como una metáfora de esta producción: llovió sobre mojado. El trazo y la disposición de la escena, cuyos elementos penosamente se movieron a mano, empujándolos a la vista del público, como si la maquinaria teatral nunca se hubiese inventado, desaprovecharon el sentido de la música, ya fuera en momentos de conflicto grupal, en marchas de entrada solemne o en danzas que apenas si incluyeron coreografías totalmente cutres. Los abucheos de esa primera función también salpicaron el nivel del elenco encabezado por la Atzimba de la soprano Violeta Dávalos, el Jorge de Villadiego encomendado a José Luis Duval, el Huépac del bajo barítono Guillermo Ruiz, la Sirunda de la contralto Ana Caridad Acosta, el Hirepan del barítino Armando Gama y El rey Tzinzitcha de barítono Carlos Sánchez. Poco puede y debe rescatarse de ese elenco en el que las desafinaciones constantes, el desgañite y, en suma, la falta de técnica adecuada para resolver una partitura vocalmente incómoda, fueron la moneda de cambio. Pero es justo destacar la zona media del registro de Violeta Dávalos, donde su emisión encuentra su mejor y más cálida área expresiva; la bella y controlada idea de canto de Carlos Sánchez; la capacidad y el arrojo vocal de Armando Gama para afrontar un potro sin duda bronco; y la inocencia de Ana Caridad Acosta en el desaguisado, en el que sólo cantó un par de líneas. A ello debe sumarse la buena concertación musical de Enrique Patrón de Rueda al frente de la Orquesta y el Coro del Teatro de Bellas Artes, ya que su experiencia y conocimiento de la voz siempre aporta al equipo. Rescatada la ópera de Ricardo Castro, deberá resguardarse como muestra de música vehemente y apasionada. Ahora, seguramente, se extraviará la imagen que de ella se guardaba en el mito, en el recuerdo o en la imaginación.
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