Foto: Bellas Artes
José Noé Mercado
Manon de Jules Massenet, una ópera que en nuestro país se reponía con
frecuencia de dos o tres veces por década entre los 30’s y 70’s del siglo XX,
con protagonistas del renombre de Irma González, Victoria de los Ángeles,
Montserrat Caballé, Beverly Sills, Giuseppe di Stefano o Alain Vanzo, volvió al
Teatro del Palacio de Bellas Artes con cinco funciones, los pasados 11, 13, 16,
18 y 20 de marzo.
Manon, esa chica frívola, interesada,
materialista, fiel a los placeres y a vivir la vida loca, tuvo una magnífica intérprete
en la soprano María Katzarava, quien por fortuna ha dejado atrás el apellido
artístico Alejandres que adoptó durante varios años. Y es que Katzarava no sólo enamoró
perdidamente al caballero Des Grieux, protagonista masculino de esta obra que
lleva libreto de Henri Meilhac y Philippe Gille, basado en Les Aventures du Chevalier Des Grieux et de Manon Lescaut de Abbé
Prévost, sino que logró cautivar con su arte a un amplio sector del público.
En la función de estreno, resultó
particularmente disfrutable la combinación entre una voz de timbrado delicioso
y sensual, con una emisión técnica y tan bien resuelta que le permitió a
Katzarava abandonarse al hedonismo de un canto de expresividad cálida y
emocionante, energética o mimosa, según las diferentes demandas de su
personaje. El caballero de Grieux, interpretado por el
tenor Arturo Chacón-Cruz, mostró también un canto sólido, de buena construcción y
gusto, que se sumó a la química escénica que desprendieron los protagonistas y
que por sí solos constituyeron la relevancia de estas funciones.
Ello, el desequilibrio en los diferentes
aspectos que formaron esta producción y que en rigor constituyen el maravilloso
despliegue de confluencias artísticas y a la vez la complejidad de todo el
género operístico, sobrevino por varios
factores.
En principio, por el irregular nivel vocal
de los coprotagónicos y los partiquinos. Entre ellos, la gama abarcó desde
participaciones confiables y de buena factura como el Lescaut del barítono
Armando Gama, el Guillot de Morfontaine del tenor Antonio Duque, el Posadero
del barítono Martín Luna o incluso la fugaz Mujer de servicio de la soprano
Carolina Ramírez; hasta llegar a actuaciones de infausta trascendencia que
pasan por la sonoridad gutural, sosa, y actuación tiesa del Conde des Grieux
encomendado a Arturo Rodríguez, o la emisión de notas abiertas y estridentes
como las de la Pousette de Claudia Cota.
La dirección concertadora de Alain Guingal
al frente de la Orquesta del Teatro de Bellas Artes, en esa primera función,
intentó apegarse al estilo romántico y algo dulzón de la obra, pero se impuso
una imagen sonora desperdigada, no exenta de desequilibrios en el volumen
respecto de los solistas, o algunos pasajes nada lucidores en los alientos.
Pero todo ello, excepto la luminosidad de
los protagonistas, se diluyó entre la parte visual y escénica que no sólo dejó
mucho qué desear, sino que mostró limitación y pobreza indignas de las
aspiraciones de Manon. El vestuario diseñado por Cristina Sauza,
no pensado para el tipo de cuerpo de quienes lo portarían, lo que evidentemente
no les benefició, brilló además por lo
que a falta de otra palabra que mejor lo defina podría referirse como
“corriente”. Cheaper.
La escenografía e iluminación de Félida
Medina, que incluyó algunos decorados en lo alto con ornamentación al estilo
macetero, se basó en un par de plataformas que al transformarse en combinación
con un multicolorido ciclorama al fondo, que parecía cambiar por ocurrencia,
más que por motivación de las situaciones físicas, dramáticas o emocionales, no
siempre dio una ubicación temporal de la obra con exactitud o, al menos, con
armonía interna.
Resulta injustificable que para la última
función los bastidores se mostraran con lamparones, con manchas visibles acaso
por su manejo de tramoya, o que las mencionadas plataformas revelaran en sus
esquinas trozos de madera lastimada, sin rastros de pintura que la cubriera.
Dichos descuidos equivalen a contemplar un encuentro deportivo de
profesionales, en una cancha de tierra, marcada con cal.
El trabajo del director de escena debutante
en ópera, Antonio Algarra, más que una propuesta (excelsa o cuestionable, como
la pasada Flauta mágica de enero en
Bellas Artes: polémica pero con un grado conceptual) se limitó a marcar un
trazo elemental para el curso de la trama, sin exponer ideas o lecturas
particulares sobre la historia, los personajes o sus motivaciones. Ello
consigue evitar encendidas críticas, como las que se llevó José Antonio
Morales, Josefo, en su Flauta precolombina, pero en sí mismo no
es equivalente a resolver una puesta en escena que es, por naturaleza, una
labor de interpretación.
Las escenas de conjunto, por ejemplo
aquellas en las que interviene el coro (esta vez dirigido por John Daly Goodwin
sin nada fuera de la rutina para comentarse), cayeron en el amontonamiento
escénico, mientras que las indicaciones originales para los solistas resultaron
insuficientes para la creación histriónica de los personajes incluida Manon:
sentada inmóvil en la encantadora aria “Obéissons quand leur voix appelle” del
tercer acto, por ejemplo. Lo que, ciertamente, se modificó en otras fechas.
De estas funciones quedan, pese a todo, las
pasiones despertadas por la hermosa y sensual Manon de Katzarava,
correspondidas en calidad por el Des Grieux de Chacón. Permanecerán para el
recuerdo excelentes interpretaciones de “Je suis encore tout étourdie”, “En
fermant les yeux”, “Adieu, notre petite table” o “Ah, fuyez douce image”,
propias de naturalezas amorosas, eróticas y seductoras hasta el
enloquecimiento. Acaso como el público que las disfrutó, aunque sea cerrando
los ojos.
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