Massimo Viazzo
Poder escuchar en vivo a Joshua Bell es antes que todo una experiencia estética. El extremo lirismo de la línea melódica, el candor casi púdico en la conducción del fraseo y por ultimo, un sonido de timbre bellísimo (Bell toca un esplendido Gibson ex-Huberman Stradivarius de 1713) contribuyeron a hacer que este artista estadounidense fuera siempre reconocible. La ejecución de una de las piedras angulares del repertorio, el Concierto para violín y orquesta en re mayor de Tchaikovsky, no podía más que confirmar lo que se veía venir, una intima expresividad libre de sentimentalismos que acarició frecuentemente un tono crepuscular (como por ejemplo la exposición del segundo tema del Allegro moderato inicial) de suave seducción. Pero Bell es ya un virtuoso de raza, y aunque no tenia necesidad de exhibirlo, en su pirotécnico bis de vértigo sobre las variaciones al Yankee doodle elaboradas por Henry Vieuxtemps, con sus armónicos tan seguros y muy entonados, siempre estuvo ahí para demostrarlo. La muy atenta conducción de Vladimir Jurowski no se limitó a coadyuvar la representación, si no que buscando un constante dialogo con el solista logró hacer emerger líneas secretas y melodías escondidas, en la constante búsqueda por crear un estimulante dialogo. Jurowski es un director que ama las proporciones, por lo que el concierto de Tchaikovski sonó menos “ruso” de lo normal, y no por ello, los valores meramente musicales de la partitura fueron a menos. Magnifico fue su control de la agógica y de la dinámica, también en las paginas schubertianas del programa. De modo particular es digna de mencionarse la muy detallada y muy cuidada ejecución de los planos sonoros en la Sinfonía 3 en re mayor de Franz Schubert. Al final una grande ovación a la chispeante Cenicienta rossiniana regalada al jubiloso publico del Lingotto. La próxima cita será el 15 de febrero con Martha Argerich y Misha Maisky.
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