Foto: Lynn Lane
Lorena. J. Rosas
Se abre el telón y nos encontramos frente a la entrada
en ruinas del opulento palacio de Agamenón, en una representación escénica, sugestiva
y muy bien lograda del director David
McVicar, con vestuarios y escenografías ideadas por John Macfarlane, que fue traída de la ópera lirica de Chicago. El
juego de claroscuros hechos con la iluminación colocó la acción dentro de un
ambiente tétrico, donde la abundancia se convirtió en destrucción y escombros. La
protagonista apareció con una harapienta túnica gris manchada de sangre, se
trataba de Christine Goerke, una
soprano con voz de notable peso y proyección, timbre oscuro con tintes dramáticos,
que mostró un buen desempeño actoral, nunca exagerado, a pesar de su constante
gestualidad y de sus movimientos. Clitemnestra fue interpretada de manera correcta
en canto y actuación por la mezzosoprano Michaela
Martens; y Crisótemis sobresalió
por la presencia de Tamara Wilson, una
soprano de una carrera notable que se formó y debutó hace algunos años con esta
compañía, y que mostró una voz brillante, cautivante, además de musicalidad y creíble
actuación. El elenco lo complementaron el experimentado bajo Greer Grimsley como Orestes y el tenor Chad Shelton como Egisto. Una mención para
el resto de los comprimarios por su buen trabajo. La orquesta bajo la conducción de su titular Patrick Summers, captó la intensidad,
la sutileza, el lirismo de la partitura, aunque su sonido fue por momentos opaco
y descolorido, situaciones atribuibles a la problemática en la acústica del
teatro donde temporalmente se llevan a cabo las producciones de la compañía.
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