Foto: Opera de Bellas Artes
José Noé Mercado
Postapocalípticos y desintegrados. La gestión artística de Ramón Vargas al frente de la Ópera de
Bellas Artes inició de hecho el pasado 20 de junio con el estreno de una nueva
producción de Il trovatore (1853) de
Giuseppe Verdi (1813–1901), con puesta en escena a cargo de Mario Espinosa en
la que debido a una cirugía de rodilla el tenor canceló días antes su
participación en las tres de cinco funciones en las que encabezaría el elenco. Vargas tuvo que conformarse con ver las funciones desde la altura
de uno de los palcos oficiales, esto a diferencia de la mayoría de sus
antecesores en el cargo que solían seguir las funciones en la Luneta. En todo caso, la titularidad del rol fue asumido por su colega
italiano Walter Fraccaro, quien posee el timbre, el color y el volumen
adecuados para enfrentar las exigencias de Manrico y proyectar su voz entre la
orquesta aún en los pasajes más vehementes; aunque está lejos de ser un
cantante de pinceladas vocales sutiles o interesado en trazar elegancias o esos
matices propios de la mamitis que padece su personaje. Lo saca adelante sin
duda y no tiene dificultad para llegar al temido do sobreagudo, pero tiende al
fraseo hosco, a descuidar la dicción del registro alto en busca sólo del sonido
y no de la palabra, y a la constante abertura de vocales, llevándolas no pocas
veces a la distorsión estilo Enrique Perro
Bermúdez. La soprano estadounidense Joanna Paris ofreció una actuación
decorosa al interpretar el papel de Leonora; sin apuntar a lo memorable en el
rol, pero ciertamente muy por encima de la calidad de sus propias
presentaciones en Bellas Artes en marzo pasado. Con una voz de agradable
timbrado (si bien su instrumento es ligeramente duro, lo que hace que se le resista
la perfección en el marcaje de la coloratura o algún matiz cuando intenta
flotar el sonido), Paris mostró solvencia interpretativa e histriónica en su
encomienda. El triángulo amoroso lo completó el barítono Jorge Lagunes, quien
cantó un Conde de Luna musicalmente correcto y de buena presencia escénica. Su
emisión, sin embargo, se escuchó estrecha, coloreada guturalmente, lo que le
impidió detonar la opulenta riqueza en el fraseo de uno de los personajes
arquetipo del barítono verdiano. Esa rigidez que le resta rango expresivo a su
sonido o brindar arrebatados acentos en palabras intensas, además, se percibió
en su actuación de porte encorsetado, sin matices que ofrecieran pautas al
público para comprender que a fin de cuentas su personaje es un ser que ama y
que en medio de sus lances vengativos y pasionales es capaz de reparar en el
resplandor de la sonrisa de la mujer que lo desprecia y prefiere los brazos de
su rival, los de Dios o los de la muerte. La mezzosoprano brasileña Edinéia de Oliveiras en el papel de
Azucena mostró características apocadas o, si se quiere, juveniles (parecía
hija y no “madre” de Manrico) para el papel, en el que se fue apagando
vocalmente conforme avanzó la función, hasta llegar a la absoluta discreción en
el último acto, lo cual por supuesto restó emotividad y dramatismo al conjunto,
ya que la gitana entraña tanta importancia para las acciones que esta ópera
pudo llevar ese nombre. Por el contrario, ningún problema tuvo el bajo español
Rubén Amoretti para ofrecer un adecuado Ferrando, de total credibilidad
escénica y vocal. Sandra Maliká (Inés), Gilberto Amaro (Ruiz), Roberto Aznar
(Gitano) y Alejandro Coreño (Mensajero) igual mantuvieron a flote sus
partiquinos. En el foso, al frente de la Orquesta y el Coro del Teatro de Bellas Artes, el
italiano Federico Santi logró una lectura musical destacada, con estilo,
balances y extremo cuidado en las voces, sobre todo las que ante sus propios
retos requirieron de una concertación con ralentizaciones del conjunto para
corregir ligeros desfases o control en el volumen para no terminar ahogadas. Toda posible abundancia o limitación melódica, vocal y rítmica de
la función, se desarrolló en medio de un montaje pretendidamente
postapocalíptico de Mario Espinosa (escenografía de Gloria Carrasco, vestuario
de Jerildy Bosch, Iluminación de Ángel Ancona, coreografía de Alicia Sánchez),
que trasladó las acciones del Aragón del siglo XV a un futuro abigarrado y
farragoso, con planetas acechantes al estilo Melancholia de Lars Von Trier. Si el acucioso verdiano pudo echar de menos elementos sustantivos
de esta ópera como el hierro de los herreros, o el fuego (que se percibe en los
recuentos, en la vehemencia de los ánimos, en los ambientes nocturnos, en las
sombras fantasmales, en las piras ardientes), el degustador de ficciones
distópicas podría sentirse decepcionado por el resultado fallido y desintegrado
de esta lectura de Il trovatore. Y no sólo porque quedara lejos de la coherencia en elementos y
reglas cosmogónicas alcanzadas por consumados narradores actuales de la mirada
apocalíptica (George A. Romero, Robert Kirkman, Max Brooks, Alden Bell, Isaac
Marion, por ejemplo); sino por la falta de correspondencia en las prioridades y
preocupaciones del ser humano ante ese escenario de sobrevivencia. ¿Qué son un
medieval triángulo amoroso y viejas rencillas y deseos de venganza ante la
fractura del orden de convivencia humana; ante un posible quiebre de las leyes
naturales y cósmicas en el que el sistema solar se nos viene encima? Evanescentes nimiedades del ayer. Porque si el ser humano y su cosmos no cambia una vez llegada su
sociedad y mundo a la distopía y al caos más inimaginables, es que no hubo
ningún apocalipsis; sólo gatopardismo. Cambios para seguir igual. En la Ópera de Bellas Artes eso se sabe muy bien y por ello esta
producción ya se programó para reponerse, nuevamente, en 2014.
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