Foto: Ana Lourdes Herrera / Ópera de
Bellas Artes
Iván Martínez / Confabulario – El Universal
“Entretenimiento
moral tan conmovedoramente humano, que la moral se pierde antes incluso que la
obra comience.”
Virgil Thomson
Sin referirme a tan elocuente y determinada descripción
de esta ópera de Mozart, sino a lo que se ha visto estos días en el Palacio de
Bellas Artes, caeré en la tentación de referirme al Don Giovanni,
(re)estrenado el pasado 19 de marzo, como el estándar desde el que el público
deba ver y acercarse a la ópera. No rebasado por mi entusiasmo, creo que de
esto se trata el gran género músico-teatral y quiero pensar que el trabajo de
la Compañía Nacional de Ópera podría estar no por debajo de lo que la batuta de
Srba Dinic, y los creativos escénicos encabezados por el director Mauricio
García Lozano con gran apoyo del escenógrafo Jorge Ballina, han logrado al
revivir esta producción de 2009. A pesar de todos sus errores y gracias a
ellos. Hace tiempo que el público no veía una producción con
resultados tan redondos, con una concepción completa y una idea tan clara (en
este caso: más cercana al arquetipo del seductor insaciable, muy sexual y
gráfico) que abarcara todos los ingredientes y donde la ejecución de cada
disciplina forjara los contrapesos necesarios para presentar con solidez,
unidad y coherencia un espectáculo integral. Qué enriquecedor para la pieza, para quien la pone y
sobre todo para el público, que veamos una puesta con la que podamos debatir o
a la que podamos rebatir cada una de las direcciones tomadas. Que podamos
pensar sobre esta lectura tan cruda y franca y sin complacencias del antihéroe,
dejándonos –enfrentados con nuestra propia mirada– en el cuestionamiento de sus
ambivalencias; la de su final (redención o castigo), la de su origen o de sus
conquistas, las musicales, y hasta la de los detalles anecdóticos: como la
eterna discusión sobre la importancia de sus antagónicos (la principal es Anna,
pues a partir de la muerte de su padre surge la acción), la reacción que surge
en el público ante una propuesta así de visual (hace seis años, esta puesta hoy
adecuada, fue criticada por ser demasiado sexual) o la pertinencia de uno u
otro –entre cien– elementos de utilería (la elección de un arma o la
manufactura de un ave, por ejemplo). En tiempo y espacio abstractos, ante cuestionamientos
morales igual de indefinidos, igual de humanos, los creativos Lozano y Ballina
destacan, como en otras propuestas teatrales y operísticas en las que han
trabajado juntos, por la eficacia técnica en una medida justa que no minimiza
ni sobreexpone sus medios visuales y dramáticos que siempre son intensos.
Con
trazos bien diseñados y mucha agilidad entre y en cada escena, apoyados por una
maquinaria escenográfica de muchas posibilidades (un cuadro giratorio en el que
cada escena se reconfigura con el acomodo de camas y un gran espejo superior
que al moverse, libera o apresa), no han logrado, sin embargo, alentar el
trabajo actoral de los solistas. Poco hay que reprochar a ese grupo. Al menos en lo
general. Y al menos en los estándares a lo que nos han acostumbrado. Es
agradable contar con voces capaces de ser escuchadas más allá de la segunda
fila y en la mayoría de los casos, sin problemas de afinación. Esos pequeños
problemas provienen solamente de uno mayor: salvo el protagónico, el miscasting
es la norma. La incomodidad de una figura como Olivia Gorra cantando Donna
Elvira es hasta visible y su canto muchas veces irritante, pero hay dos casos
peores en el resultado vocal de Angélica Alejandre como Zerlina y Ernesto
Ramírez como Don Ottavio. Aunque muy meritorios la Donna Anna de Erika Grimaldi
y el Masetto de Juan Carlos Heredia, es entre los secundarios el Leporello de
Armando Gama quien mejor cumple, incluso al no tener aún el peso ideal en su
registro más grave: canta espléndidamente sus pasajes virtuosos y actoralmente
hace un trabajo exquisito. Es posible que se pueda perdonar la deuda escénica de
Christopher Maltman en el rol titular al permitirnos escuchar una voz que
existe para cantar este papel: en color, cuerpo, peso y una obstinada capacidad
para hacer sonar cada silaba en el sentido mozartiano más puro. Musicalmente, es muy evidente que el gran triunfo de esta
administración ha sido la presencia en el foso de Bellas Artes de Srba Dinic.
Enorme lucimiento ha logrado de la Orquesta del Teatro, con tempi y
articulaciones bien definidos y un sonido cuidado de cada una de las secciones;
especialmente en las de aliento en una partitura escrita con particular
atención tanto para maderas como para metales. Absoluto control también con lo
que sucede arriba del escenario, no solo en el acompañamiento sino también con
un trabajo muy cuidado de la estructura musical de las escenas con más de un
solista. Siempre transparente. Resulta objetable e injustificable de cualquier
manera, escénica incluso, el uso de grabaciones en lugar de las pequeñas
orquestas que acompañan fuera del foso las escenas de la fiesta y la cena
final. Finamente
hilvanados y sin protagonismos que estorben, espléndidos están también el
trabajo del iluminador Víctor Zapatero, los discretos maquillajes de Marina
Díaz y Claudia Jabalera, y el vestuario de suficiente riqueza firmado por
Jerildy Bosch.
No comments:
Post a Comment
Note: Only a member of this blog may post a comment.