Friday, April 17, 2015

Orfeo y Eurídice en Toronto Canadá


Fotos: Bruce Zinger 

Giuliana Dal Piaz

En cartelera en estos días en Toronto, “Orfeo y Eurídice”, la ópera compuesta en 1762 por Cristoph Willibald Gluck con libreto de Ranieri de Calzabigi. La puesta en escena de la compañía canadiense Opera Atelier utiliza la versión Berlioz de 1859, reinstaurando el ballet conclusivo que Berlioz había eliminado en el estreno en el Teatro Lírico de París. La ópera –cuyos cuatro actos originales están aquí concentrados en dos tiempos– relata el mito de Orfeo, según la leyenda griega el más gran poeta y músico de todos los tiempos, capaz de apaciguar a las bestias más feroces con el sonido de su lira y su dulcísimo canto.

Con gran efecto dramático, el telón se abre sobre la escena del funeral de Eurídice, adorada esposa de Orfeo, cuya muerte lo ha sumido en la mayor desesperación. Aparece –“deus ex-machina” en el sentido más literal del término y al estilo del teatro antiguo, un artefacto suspendido de cables que permite al personaje bajar sobre el escenario– el dios Amor que consuela a Orfeo, ofreciéndole de parte de los dioses del Olimpo un remedio a sus penas. Si logrará amansar, como lo hace con las fieras en los bosques, a los monstruos guardianes de Hades, podrá rescatar de la muerte a Eurídice y traerla nuevamente al mundo de los vivos. La condición ineludible, sin embargo, es que en ningún momento deberá mirar a su esposa ni ofrecerle ninguna explicación hasta que no hayan dejado el Más Allá. De no cumplir, volverá a perderla para siempre.

Orfeo acepta el desafío, recobrando así esperanza y energía para rescatar a su amada. Cuando se presenta a las puertas del Hades, lo recibe amenazadora una zarabanda de espíritus prohibiéndole el paso. Mas la música suave del arpa (que en la orquesta interpreta la lira mágica del poeta) y el canto suplicante de Orfeo, apaciguan a los monstruos, que lo dejan pasar. Más allá de la oscuridad de la entrada, se abre un lugar luminoso y apacible, los Campos Elíseos, donde se encuentran los difuntos, ya libres de penas e infelicidades humanas: así lo describe Eurídice, apareciendo por primera vez en escena, y así lo demuestra el sereno ballet de los espíritus a su alrededor. Orfeo es sorprendido por la belleza y la paz del lugar, pero pronto el recuerdo de su esposa hace que pregunte repetidamente por ella. Por fin los espíritus llevan a Eurídice hasta Orfeo y éste –sin mirarla y sólo guiándola de la mano– incita a la mujer a seguirlo fuera de los Hades. Notando que el esposo no la mira ni se detiene a abrazarla, Euridice es presa de unos celos extraños y rehúsa seguirlo si no recibe primero una explicación de su comportamiento.

Agotado por la larga represión de sus emociones y por la insistencia de la esposa, Orfeo cede, voltea a verla y la abraza apasionadamente. De inmediato Eurídice cae al suelo sin vida. Recordando la advertencia del dios Amor, Orfeo se hunde en la desesperación, no quiere seguir viviendo un momento más sin su esposa y está a punto de terminar con su propia vida. A este punto, vuelve a aparecer Amor con un mensaje consolador. Habiendo sido testigos del sufrimiento y de la fidelidad de Orfeo, los dioses se han apiadado de ellos y le devuelven a Eurídice, que pedirá perdón al esposo por sus dudas.

En un templo dedicado al dios Amor, un alegre número final de ballet celebra el triunfo del amor. La puesta en escena de Opera Atelier –la única institución en Canadá y quizás en todo Norteamérica que se especializa en la ópera y el ballet barrocos, abarcando la producción de los siglos XVII, XVIII y XIX– es de muy alto nivel. Fundada hace exactamente treinta años por sus actuales directores artísticos, Marshall Pynkoski y Jeannette Lajeunesse Zingg, Opera Atelier se vale de la colaboración permanente de la Tafelmusik Baroque Orchestra y su Coro de Cámara (entre las mejores del mundo para la música de ese período), y dispone de un ballet propio.  La dirección de David Fallis (que además de su actividad en Toronto ha cuidado la producción musical de dos series para la BBC, Los Tudors y Los Borgia) es extraordinaria y comunicativa, excelentes los instrumentos de viento y las cuerdas.  La orquestación de Gluck con la revisión de Berlioz no demuestra los dos siglos y medio de antigüedad de la composición: en ningún momento la música de la obra resulta aburrida o anticuada para el oído moderno.

Una mención especial por su prestación también la merece el Coro de Cámara Tafelmusik con sus 19 miembros. Es evidente la atenta labor de preparación y la importancia atribuida a la actuación y a la mímica escénica, respetando el estilo de teatralización del teatro barroco. Originalmente concebido para un “castrato” y sucesivamente para un tenor-alto, a partir de la edición de Berlioz el rol de Orfeo fue tradicionalmente cubierto por una mezzosoprano o una contralto dramática, aunque a partir del siglo XX varios tenores  interpretaron este papel, como Tito Schipa o el mismo Luciano Pavarotti, aunque quede insuperable la interpretación de Kathleen Ferrier.  En este caso, el rol protagónico lo cubre la mezzosoprano Mireille Lebel, que además de una excelente tesitura demuestra también buenas capacidades de actuación y gracia en el baile. En conjunto resulta un Orfeo muy persuasivo.  Las dos sopranos que interpretan a Eurídice (Peggy Kriha Dye) y Amor (Meghan Lindsay), en cambio, disponen ambas de buenas voces pero sus dotes escénicas no son extraordinarias, y sobre todo Eurídice aparece exagerada en sus ademanes.  Mientras los bailarines son por lo general muy buenos y adecuadamente armonizados, decepciona la prestación de las bailarinas –y por consecuencia del ballet en su conjunto– que no se demuestra a la altura de los demás elementos del espectáculo.


La construcción de la escena a través de paneles movibles que por momentos se vuelven bastidores (Gerard Gauci) es enfatizada por la excelente iluminación de Michelle Ramsay, novedosa e interesante sobre todo en la escenificación de Hades y  de los Campos Elíseos. Me pareció incoherente desde el punto de vista histórico el Templo del Amor del baile final, inspirado más en un templo pompeyano que en uno de la Grecia antigua: un salto de unos cuantos siglos. Unas inesperadas “caídas de estilo” ocurren en el momento de la aparición del dios Amor, cuya “máquina” recuerda más las representaciones religiosas del Sagrado Corazón que el Eros de la mitología grecorromana, y en el ballet conclusivo, cuando, en sus rondas finales, los miembros del cuerpo de baile alzan cartulinas que llevan cada una, al frente una de las letras que integran la frase “L’AMOUR TRIOMPHE” (“el amor triunfa”), y al reverso un corazón rojo, expediente escénico más apropiado para un espectáculo de Las Vegas que para una ópera lírica barroca de alto nivel.

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