Fotos: INBA / Ana Lourdes Herrera
José Noé Mercado
Uno de los más celebrados compositores
mexicanos operísticos (celebrado, claro, aun con las limitaciones propias del
entorno lírico nacional, con algunas obras sin estrenar, o estrenadas sólo a
piano, con reposiciones muy esporádicas de lo títulos que integran su catálogo)
es el maestro Federico Ibarra, quien la Ópera de Bellas Artes rindió homenaje por sus 70 años de vida y
montó dos de sus óperas breves: El
pequeño príncipe (1988) y Antonieta
(2010), como apertura de su temporada 2016, los pasados 14, 18 y 21 de febrero.
La decisión de OBA, dirigida por la maestra
Lourdes Ambriz, al incluir este par de obras de Ibarra pareció acertada y mató
varios pájaros de un tiro. Puesto que no sólo no dejó pasar inadvertido el
aniversario de un compositor nacional sin duda relevante en el apartado canoro
(no únicamente compuesto por sus ocho óperas, sino también por ciclos de
canciones y obra coral), ya que también aprovechó para satisfacer al público
que clama por obras del repertorio operístico mexicano en el escenario de
Bellas Artes, y, en primera instancia, que también es la última y más
importante, atender la asignatura de ópera mexicana, dejando, por lo demás, descansar
un poco los exhaustos caballitos de batalla presentados una y otra y otra vez
en el palacio de mármol.
En ese contexto, poca oposición podrían
encontrar los montajes de dos óperas —que si no es en una ocasión festiva y
honrosa de este tipo difícilmente alguien se ocuparía de ellas— que si bien
muestran la dificultad que Ibarra ha tenido para encontrar buenos libretos, funcionales
desde el punto de vista dramático, de igual forma son un recorrido de muestra,
casi turística, a las ideas musicales del compositor, de sus influencias, de su
capacidad creativa.
Con un libreto —autoría de Luis de Tavira
que se basa en El principito de
Antoine de Saint-Exupéry— más expositivo y pretendidamente poético que
narrativo, que además presupone el conocimiento de la historia primigenia de la
que procede, lo cual dificulta la comprensión de la trama y encontrar las capas
de las que están compuestos sus personajes, El
pequeño príncipe es una acumulación de diez escenas en las que un piloto
cuyo avión cayó en el desierto del Sahara se topa y escucha las moralejas y reflexiones
de un pequeño ser o bien alucinado, o alienígena, de vena poética y nostálgico,
que merodea por la zona con sus monsergas.
La música de Ibarra en su tercera ópera trata
de ajustarse a esos presupuestos, hilando separadores sonoros muy bien
logrados, en el sentido de distorsionar la realidad y transportar al escucha a
una atmósfera a medio camino entre lo verdadero y lo fantasioso. Su sonoridad
no es particularmente original, da la impresión de contener reminiscencias y
fórmulas de diversos compositores del siglo 20, pero funciona al grado de
conseguirle una identidad propia.
La soprano Nadia Ortega protagonizó de
manera creíble el rol del Pequeño Príncipe, que también antes ha sido
interpretado por un contratenor. Del Piloto se encargó el barítono Enrique
Ángeles, con una voz que fue de la furia, la impaciencia y la incertidumbre,
hasta la melancolía. La soprano Anabel de la Mora abordó la Flor y el Agua, con
una bien impostada voz que para cumplir con los retos del registro agudo en que
Ibarra compuso la expresión de estos dos personajes ha de sacrificar un tanto
la dicción. La Zorra de Carla Madrid, Héctor valle como la Serpiente, Hugo
Colín como el Contador y Sergio Ovando como un Astrónomo turco, complementaron
el elenco de una producción que contó con una vistosa y ágil puesta en escena
de Luis Miguel Lombana, que se basó en el fuselaje de un avión, que gira en
algunos momentos para dejar pie a otros escenarios, de distintas atmósferas sin
salir del desierto.
Como escribí en 2010, a partir de su
estreno en el Centro Nacional de las Artes, en Antonieta Federico Ibarra crea flujos dramáticos de particular
atractivo a través de los sonidos, que saben encontrar los espacios y colores
orquestales para el realce y expresividad de la voz humana.
“Antonieta”, describí en aquel entonces, “es
una exploración del por qué Antonieta Rivas Mercado pudo haberse quitado la
vida en la Catedral de Notre-Dame, en Francia, en 1931, de un disparo al
corazón. El libreto, autoría de Verónica Musalem, busca las razones a través de
tres vertientes en las que la hija del reconocido arquitecto Antonio Rivas
Mercado avivaba sus pasiones: el amor, la política y el arte, simbolizadas
precisamente por alegorías-personajes”, esta vez interpretados por Zaira Soria,
Jesús Ibarra y Gerardo Reynoso, quien lució particularmente su timbre de tenor,
con una calidez y claridad disfrutable.
La estructura de la obra es circular:
comienza y termina con el suicidio, y diversos episodios en flashback dan el
cuerpo a la trama, que desde la sintonía de la construcción dramática tiene el
inconveniente de presentar el clímax desde los primeros minutos.
Ante ese inicio definidamente impactante,
apunté en aquel momento como lo hago ahora: “el resto puede parecer débil desde
el punto de vista dramático y es difícil de definir si el espectador encuentra
en ello la fuerza de las razones para el suicidio de Antonieta, o si éstas se
diluyen en pasajes que no necesariamente muestran el amor, la política o el
arte en su acción, sino de forma platicada, reflexiva, teóricamente. En lo
musical, Ibarra pone en juego su armamento de recursos expresivos y logra crear
atmósferas que apuntalan la escena al tiempo que discurre un lenguaje tan
propio que, si bien puede encontrar los sonidos propicios de la brutalidad, de
la desesperación o de la angustia desgarrante, la partitura no está exenta de
ese mordaz humor tan típicamente suyo para ridiculizar, por ejemplo, al poder,
o al nacionalismo musical, del que él siempre se ha apartado, aún si en este
caso lo recrea. Hay melodías y ritmos tan propios que en algunos pasajes de Antonieta no era un disparate pensar que
de pronto podría aparecer bailando la Tortuga o algún otro personaje de su Alicia.
“Como ha quedado claro obra tras obra,
Ibarra sabe escribir para la voz, la potencia, le da su lugar de relevancia
dentro de una ópera, ya sea con recitados, con dinámicos cantables o con la
intensidad de los silencios”. La mezzosoprano Grace Echauri volvió al rol
epónimo y lo hizo mostrando una gran madurez vocal y un compromiso dramático
notable. Su penetración al personaje es total. El papel de su padre lo hizo el
barítono Jesús Suaste, enfundado en una caracterización anecdótica que lo
aproximaba a Venustiano Carranza.
La puesta en escena, que resultó
particularmente estática como lo fue desde 2010, correspondió a José Antonio
Morales, “Josefo”, y a Rosa Blanes Rex, con iluminación de Víctor Zapatero y
videoarte de Rafael Blásquez. Estática, conviene puntualizarlo, no
necesariamente en sentido negativo, sino reafirmando ese carácter expositivo,
casi plástico más que teatral, de la obra. Al frente de la Orquesta y el Coro del
teatro de Bellas Artes se contó con la dirección invitada de Iván del Prado.
Todo lo expresado sobre la música de este par de títulos no podría desprenderse
en ningún aspecto de la batuta del concertador.
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