Javier Camarena |
Fotos: Ana Lourdes
Herrera / INBA
José Noé Mercado
La esperada nueva
producción I puritani en el
Bellas Artes de México se
estrenó el pasado 22 de mayo con un imán principal en el elenco: el tenor
xalapeño Javier Camarena,
en su regreso operístico a nuestro país —del que en el fondo no se ha mantenido
alejado pero su conexión había sido a través de recitales y conciertos—, luego
de los más contundentes triunfos obtenidos en teatros referenciales como el
Metropolitan de Nueva York, para no ir más lejos. Camarena debutó
el rol de Lord Arturo Talbot y su primera vez, ésta en el Teatro del Palacio de
Bellas Artes, fue una interpretación, ante todo, inteligente ya que mostró sus
cualidades belcantistas, si bien su aproximación fue cauta y bien medida para
poner al personaje en voz. Su acostumbrada coloratura y pirotecnia vocal con la
que ha destacado en Gioachino Rossini y Gaetano Donizetti,
dieron paso a un fraseo elegante que privilegia el canto legato, la
línea melódica, la
dicción transparente y, por supuesto, mantuvieron impecable su registro agudo.
La cavatina “A te, o cara” o los dúos “Non parlar di lei che adoro” y “Vieni
fra queste braccia”, con los personajes de Enrichetta y Elvira,
respectivamente, quedaron como un valioso testimonio de ello. Con plenitud y riqueza
en sus Re bemol sobreagudos (no dio el tradicional Fa en falsete chillón, pues
optó por un Re bemol macizo y dorado), el veracruzano dejó la sensación de que
si bien fue lo más destacable de esta producción, como correspondía desde la
teoría a uno de los mejores tenores del planeta en la actualidad, tiene un
margen y gran potencial para crecer este papel en tanto lo siga abordando. Y lo
hará, por lo pronto, en el Met de Nueva York y en el Real de Madrid. Elvira,
la protagonista de esta historia en tres actos, que cuenta con libreto de Carlo Pepoli,
fue encomendado a la soprano Leticia de Altamirano, quien brindó un canto
correcto y digno, aun cuando el punto de gravedad de la obra podría quedarle un
poco central a su vocalidad. Ello quedó demostrado con el tejido de agudos bien
construidos y brillantes sobre todo en “Ah, vieni al tempio” y Quì la voce
soave”, sus difíciles pasajes de locura, pero cierta opacidad en su registro
medio que no permitió que su voz corriera en los números de conjunto hacia el
público. Al darle mayor volumen, para hacerse escuchar, la soprano resintió el
peso del rol, el cual fue cargado por su natural emisión lírico-ligera y
catafixió la etiqueta de sobresaliente por una de cumplida. Ambos cantantes
lograron infundir química y credibilidad a la pareja de enamorados víctimas del
malentendido y la locura, pese a sus caracterizaciones visuales de dudoso
gusto, al vestuario corriente y a un trazo escénico que no pudo cuajar nunca su
abigarramiento. El barítono Armando Piña, próximo a debutar en Salzburgo compartiendo
créditos con Anna Netrebko o Juan Diego Flórez,
ofreció un positivo muestrario de cualidades. Núcleo vocal definido, de
homogénea coloración y técnica eficiente. Un administración más adecuada de su
energía y emoción se apetecieron, sin embargo, toda vez que a lo largo del aria
“Ah per sempre io ti perdei” y más concretamente en la cabaletta “Bel sogno
beato” su lamento y resignación por la amada perdida más pareció una cierta
graduación del impulso a la fatiga, ahogado también por los tiempos orquestales
llevados por el concertador Srba Dinic. En todo caso, la carta débil del elenco fue
el bajo Rosendo Flores al
interpretar a Sir Giorgio Valton con una voz carente de potencia, de anclaje,
con un frágil y fantasmal timbre desdibujado respecto de lo que solía ofrecer
en su reconocida trayectoria profesional de varias décadas. Mucho mejor el
trabajo ofrecido por su colega de cuerda, José Luis Reynoso, en el rol del gobernador puritano
Gualtiero Valton.
Para destacar también
la presencia vocal y escénica de la Enrichetta de Francia de la mezzosoprano de
origen alemán Isabel Stüber Malagamba,
beneficiaria igual que Enrique Guzmán (Bruno Robertson), del Estudio de la
Ópera de Bellas Artes. Luego de su participación en el Hänsel y Gretel al
aire libre que presentó la OBA, semanas atrás, Stüber liga buenas actuaciones y
permite apetecer su desarrollo vocal futuro. En la parte visual pero de
repercusión dramática, la puesta en escena de Ragnar Conde quedó a deber en cuanto a detalle y
depuración de sus cuadros, que más que proclives a la plástica esta vez lo
fueron a la plasta. Lo cual es una lástima, porque las ideas de Conde
probablemente eran buenas en la teoría, como suele demostrarlo cuando dirige
obras de menor formato, más íntimas; pero en esta ocasión la presencia excesiva
y dispersa del coro y el delineado borroso de las actuaciones solistas no
lograron crear un foco atractivo y funcional en la escena. En la aventura,
menester es subrayarlo, el director del montaje encalló acompañado por la
ruinosa escenografía firmada por Luis Manuel Aguilar con base en gigantescas limpiapipas
privadas de color simulando los vestigios rocosos de un castillo, aunque más
aire tenían de fachada de roca espuma de una discoteca ochentera en la Avenida
de los Insurgentes, o un antro parecido; el vestuario de baja factura —tan en la
línea chafa y hechiza del maquillaje y peluquería kitsch de
Gabriel Ancira— de la diseñadora Brisa Alonso; y una iluminación casi amateur
de Carlos Arce, que no sólo alumbró ciertas secciones de manera descuidada,
mientras que otras las dejó en penumbras, sin discurso contextual, sino que los
solistas eran bañados de oscuridad y debían ellos mismos andar a la caza de una
lucecita que les hiciera brillar. El Coro del Teatro de Bellas Artes, preparado
esta vez por Christian Gohmer,
pese a su reconocida buena sonoridad, dependió en demasía de los apuntadores
quienes entre las piernas del escenario tenían que gritar el texto e indicar
las entradas o de lo contrario no entraba o entró mal, lo que se captaba
incluso hasta la luneta 2. ¿Sus integrantes no tendrían el tiempo suficiente
para aprender la obra y ensayarla? Srba Dinic, al frente de la orquesta del recinto,
logró lo que es su principal característica como concertador: un control
riguroso del sonido y también lo hubiera sido instrumental del todo de no haber
sido por las pifias de una flauta o de un corno que empañó ese apartado. Pero,
una vez más, las sumas y restas de la ejecución integral de la música dieron
por resultado una transparencia insípida, la reducción emocional —tan distante
de la voluptuosidad melódica belliniana— y de hecho un inevitable sopor
puritano.
No comments:
Post a Comment
Note: Only a member of this blog may post a comment.