Fotos: Ana Lourdes Herrera / Pro Ópera A.C.
José Noé Mercado
Uno de los conciertos que mayor expectativas generó entre el
público operófilo durante la primera mitad de 2016, en la Ciudad de México, fue
ideado por el presidente de Pro Ópera A.C., Anuar Charfén. El proyecto
entrañaba el enorme atractivo de conjuntar a tres de los más notables tenores
mexicanos, quienes en las últimas décadas han desarrollado su trayectoria
profesional alrededor del mundo, en los teatros y festivales más prestigiados
del orbe, compartiendo créditos con los artistas más afamados de al menos tres
generaciones: Francisco Araiza, Ramón Vargas y Javier Camarena.
El pasado 7 de junio, en la Sala Nezahualcóyotl del Centro
Cultural Universitario, aquella idea pudo materializarse de la mano de Pro
Ópera y la Orquesta Sinfónica de Minería bajo la dirección huésped de Srba
Dinic, con el propósito benéfico de apoyar a la Fundación Ramón Vargas A.C. para
niños y jóvenes con discapacidad en áreas rurales, y a la misma asociación
lírica cuya misión principal consiste en lograr que haya ópera de calidad en
México y a la vez promover la afición por el género.
Se trató, por principio, de un banquete vocal que permitió a los
asistentes al recinto, tanto como a los seguidores de la transmisión por
Internet, apreciar las virtudes que distinguen a esta tríada de cantantes, en
un formato ya bien probado en su imán de taquilla, y que igualmente sirvió como
botón de muestra de la calidad de voces que, cuando se conjuntan con
disciplina, inteligencia y fortuna, nacen y pueden despegar en México e
integrarse a las fuerzas líricas internacionales.
Luego de la Obertura de El
cazador furtivo de Carl Maria von Weber, el xalapeño Javier Camarena
ofreció el aria “Dies Bildnis ist bezaubernd schön” de La flauta mágica de Wolfgang Amadeus Mozart y, del mismo
compositor, Ramón Vargas cantó “Fuor del mar” de Idomeneo. La primera ronda cerró cuando Araiza retornó a El cazador furtivo con “Durch die
Wälder, durch die Auen”.
Vino entonces el Intermezzo de la Cavalleria rusticana de Pietro Mascagni y los primeros dos turnos
de la segunda ronda para los Kammersängers: Vargas con “O Fede negar potessi… Quando
le sere al placido” de Luisa Miller de Giuseppe Verdi y Araiza, en línea
verdiana, con “O figli, o fligli miei… Ah la paterna mano” de Macbeth. Javier Camarena dibujó uno de
los momentos más eufóricos de la noche, también con una obra del Oso di Busseto, antes de ir a la pausa:
“Lunge da lei… De’ miei bollenti spiriti… O mio rimorso” de La traviata, cuya cabaletta fue coronada por un solar y esplendoroso Do sobreagudo.
Camarena puso en relieve el primaveral esplendor -y aún así
ascendente- por el que atraviesan su instrumento, sus capacidades físicas y su
carrera. El fraseo puntual, el control del aire y el dominio técnico del
veracruzano producen una vibración particular en el público, las de quien es
profeta en su tierra, sólo comparable con el respeto y la admiración que
generan la depuración técnica, la escuela estilística y la estirpe de Araiza,
aun cuando su voz ya no vaya a hacer carrera, porque ya la hizo; y la sólida
arquitectura del canto de Vargas, impregnada de una natural expresión elegiaca
óptima para una pieza de amor traicionado como el aria de Luisa Miller, en la que la ejecución preciosista y presurosa de la
orquesta no empatizó del todo.
Si bien el trabajo del serbio Dinic al frente de la OSM alcanzó
una pureza sonora incuestionable en general, moldeable a los diversos estilos
interpretados, también se apeteció mayor matiz para acompañar las coloraturas
mozartianas de Vargas, sin carrerearlas o sin cubrirlas con un volumen algo
sofocante que le restó lustre.
Pasado el intermedio, el público que llenó la sala Nezahualcóyotl
escuchó a Araiza, el legendario tenor de Herbert von Karajan y Karl Böhm, en
“Vesti la giubba” de Payasos de
Ruggero Leoncavallo, en un repertorio que ya podría valorarse al límite
dramático para su instrumento; a Camarena, el actual príncipe de los bises, en
una magistral interpretación de “Come uno spirto angelico… Bagnato il sen di
lagrime” de Roberto Devereux,
fecundada por un timbre lírico brilloso, redondo, llevado con legato fino, que se dio incluso el lujo
de prescindir en su cabaletta de la
acostumbrada interpolación del Re sobreagudo; y a Ramón Vargas, el tenor del Requiem verdiano del Centenario con
Riccardo Muti, en su intervención más lograda: “Dal più remoto esilio… Odio
solo, ed odio atroce” de I due Foscari,
gracias a una emisión clara, expresiva y a un galopante despliegue de su
registro y control técnico. Bien cimentado en el grave, rico en el medio y
grácil en el agudo.
Llegó entonces el Danzón No.
2 de Arturo Márquez como separador a una parte popular del programa, que
fue cuando los tres tenores se pusieron hombro a hombro para cantar “Besame
mucho” de Consuelo Velázquez, “Júrame” de María Grever y “Granada” de Agustín
Lara, en arreglos del pianista Ángel Rodríguez.
Aunque no siempre es fácil calzar el crossover genérico. Puesto que siguió el lirismo, como parte
medular de las versiones, pero la demasiada presencia orquestal en las piezas,
cierta falta de coordinación en el trío y la reminiscencia del carisma
energético de los Tres Tenores del 90 originales en el marco de las Termas de
Caracalla, diluyeron el clímax de lo antes escuchado.
En cualquier caso, llegaron los encores: algo de napolitanas y la clásica cereza mexicana, para un
público ya entonces más agradecido que emocionado: la tarantella napolitana “La Danza” de Gioachino Rossini, “Torna a
Surriento” de Ernesto de Curtis, “México lindo y querido” de Chucho Monge y “O sole mio” de Eduardo di Capua. Las bromas, el jugueteo y la camaradería de los cantantes, como el
evento mismo, quedaron como una ocasión inusual para entrar en el recuerdo del
nostálgico de las voces mexicanas, tanto como en la expectativa del que
visualiza la inevitable renovación de generaciones. El talento lírico mexicano,
demostradamente exportable, sin duda, lo permite y propicia. Aunque a ciertos
melómanos no les apetezca.
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