Foto: Michele Crosera
Francesco Beritini
La hoy mítica producción, tan discutida y criticada como eficaz y sorprendente,
que marcó en el 2004 la reapertura del teatro La Fenice, reconstruido después de un destructivo
incendio en 1996, se presta a renovar las reflexiones que despierta la obra y el drama de La
dame aux camélias di
Alexandre Dumas. Robert Carsen,
creador de la dirección escénica y Patrick
Kinmonth, llamado a dar forma a las ideas a través de la escenografía y los
vestuarios, se unieron para actualizar un espectáculo conmovedor. Las caracterizaciones psicológicas de los
diversos individuos emergen vividas y
resaltadas en la intolerable soledad humana, primera cifra de las sociedades de
consumo y de fácil reconocimiento. El infantil
carácter del joven Alfredo, enamorado pero privado de racionalidad, es
delineado por el voyerista hobby de las fotos que inmortalizan a la amada a
través del objetivo utilizado con una diafragma entre el mundo soñando de los
sentimientos e la realidad del sufrimiento.
El aspecto aristocrático de Germont padre sobresale en el efímero
ambiente material sin lograr en su hipocresía, el intento de dar batalla al
mundo de la obscenidad casi irreparable de los usos y las costumbres
juveniles. En el medio se encuentra Violetta Valéry la cual ha osado
infringir los tabúes de la sociedad y
por ello debo pagar. Carsen hunde el
dedo en la enfermedad imaginando a una protagonista dependiente de los
fármacos, o de las drogas, y rodeada de riquezas sin fin. La entera parte del
segundo acto se desarrolla al aire libre, en un jardín otoñal donde el único y
memorable artefacto utilizado son una serie de billetes que vuelan antes de
tocar el suelo, lo que represente, con increíble claridad, el fin de la existencia y el efímero bienestar
que proviene del dinero. El coup de
théâtre llegó en el último
acto donde se impuso la desolación estéril en una escena vacía que representa
la cada en estado de abandono, en neto contraste con la opulencia inicial ahora
ausente, como también los amigos y la salud.
La jovencísima Francesca Dotto,
empeñada en el papel de Violetta Valéry,
ha madurado mucho su propia interpretación, y su presencia escénica es más
natural, capaz de resaltar la efervescencia de la juventud como el sufrimiento causado por el morbo,
mientras que la voz se impone por la convincente variedad de colores y la ductilidad
que le permiten a la artista la justa aproximación con la escritura, tan
variada en el arco de los tres actos. Leonardo
Cortellazzi, tenor apreciado en otras producciones falló en llevar a buen
término la parte de Alfredo Germont. El timbre cristalino y una cierta atención
al fraseo no bastaron cuidar la des homogeneidad en la gama, comparado
sobretodo con las subidas al agudo y a algunos problemas de entonación. Las
mismas dificultades fueron notadas en la prestación del barítono Luca Grassi, que fue un cantante más
bien genérico en su acercamiento a Giorgio Germont, carencia de acentos apropiados a la parte del
padre, por lo que se vio un personaje irregular en términos generales, tanto en
lo escénico como en lo vocal. La
concertación del veterano Nello Santi,
motivo de atracción para gran parte del público que lo saludó afectuosamente
durante la velada entera, prefiero agógicas placidas, beneficiándose de los
copiosos detalles verdianos. Lamentable
ello incidió en la homogeneidad narrativa del espectáculo y, por momentos, en
la cohesión de los artistas sobre la escena. Aun así, se aprecio la
musicalidad, la experiencia y la profunda devoción a la escritura del
compositor. La orquesta y el coro operaron en estado de gracia. Las
indicaciones y el temperamento de Santi beneficiaron al trabajo creativo de la
compañía veneciana. Triunfo final con
grandes aprobaciones dirigidas a la protagonista y al director.
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