Giorgio Bagnoli
La nueva producción de Turandot de esta temporada “areniana” con el sello Franco Zeffirelli no ha hecho mas que confirmar al regista florentino como el mas celebre maestro del “horror vacui”. La instalación escénica estuvo sustancialmente dividida en dos: sobre el escenario actuó el “pueblo” de Pekín, además de una pared, que se abrió de manera espectacular en el segundo acto, con la ciudad imperial, que es una idea eficaz que Zeffirelli había ya utilizado en la producción neoyorquina de la opera pucciniana. El problema es que se vio un primer acto en el cual, como de costumbre, tanto coro como figurantes se amontonaron de mas, y visto que para Zeffirelli no bastaron, agregó unos acróbatas que añadieron un toque de suspenso al acto ya que parecía que podían caerse sobre la orquesta. Cuando apareció la ciudad imperial, nos encontramos frente a una apoteosis de pagodas, estatuas y de otros oropeles escénicos, que convergían hacia el trono del emperador como si fuese un baldaquín de Bernini. También aquí estuvo cargada la escena y alegrada por un grupo de fastidiosas bailarinas que continuamente ondeaban ridículas sombrillas por toda la escena de los enigmas. En conclusión, el “usual” Zeffirelli que presentó una china estereotipada y sobria. Los vestuarios estuvieron muy coloridos, y aunque no estuvieron privados de cierto impacto, tuvieron una cierta lógica visiva superficial y descontada (en especial los de Turandot, que fueron particularmente banales).
La conducción de Antonio Pirolli fue segura y vigorosa con el merito de no caer en una sonoridad torpe, logrando que todo en conjunta fuera valido tanto en los acompañamientos como en las paginas instrumentales. Los colores estuvieron bastante bien medidos, y si la elección de tiempos causara cualquier duda. Kovatchev es frecuentemente lento y calmado. Si bien es cierto que Elena Popovskaja no posee una voz asombrosa, es una Turandot de seria profesionalidad que supo estar bastante desenvuelta y segura en los pasos más dificultosos, pero con un defecto en el modo de frasear, que fue falso y oscuro. Una sorpresa positiva para Marco Berti, que particularmente en la velada (bisó también el “Nessun dorma”), nos hizo entender que queriendo, se puede ser suave cuando es necesario. Es cierto que escénicamente Berti estuvo “enyesado”, pero al menos en esta función supo ser un Calaf vocalmente creíble, por inteligencia, color y consistencia de sonido. Tamar Iveri tuvo el merito de ser una Liù espontanea, trepidante y patética en el sentido mas justo, aunque la voz no siempre le respondió a las intenciones. Ping, Pong y Pang, o sea Filippo Bettoschi, Aldo Orsolini y Luca Casalin estuvieron escénicamente un poco exagerados y en consecuencia tendieron a vociferar y a ser desordenados. Apreciable estuvo el Timur de Carlo Cigni, y bien el emperador de Antonello Ceron y el Mandarín de Nicolò Ceriani.
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