Ramón Jacques
Por su energía, entusiasmo, incursión en nuevos repertorios y sobretodo por su inyección de juventud, desde la llegada en el 2009 de su nuevo director musical Gustavo Dudamel, así como por un alto porcentaje de renovación de los músicos en cada una de sus secciones de instrumentos, la Los Angeles Philharmonic es en la actualidad la orquesta “menos americana” entre las consideradas mas importantes de este país. En vez de aspirar a alcanzar la perfección musical, la que por momentos puede ser tan mecánica y rutinaria en las orquestas de estas latitudes, estos músicos parecen disfrutar de la libertad y la simple satisfacción de poder hacer música. Su popularidad en Estados Unidos va en ascenso, gracias principalmente a la carismática y mediática presencia de Dudamel, pero también porque desde el pasado mes de enero se convirtió en la primera orquesta norteamericana en transmitir sus conciertos en vivo y de manera regular a salas de cine de todo el país, como lo hace desde hace algún tiempo el Metropolitan de Nueva York. En su primer concierto, después de su reciente y extenso tournee europeo, la orquesta conformó un interesante y satisfactorio programa de acento “bohemio” que inició con el Má Vlast de Bedřich Smetana en una interpretación que fue tan profusa en sus metales, tan fluida y por momentos tan clara y translucida en su emisión, que quizás era el mismo cauce del río Moldava que el compositor intento describir en la pieza. Al frente de la orquesta, estuvo el joven francés Lionel Bringuier, quien a sus 25 años de edad y en su cuarto año como director asociado de la orquesta, condujo la pieza con amplia convicción y solvencia. El atrevimiento y carácter impetuoso de la juventud se hizo presente en el Concierto para violonchelo op.129 de Robert Schumann, que tuvo como solista al chelista francés Gautier Capuçon, quien con su apasionado instrumento transmitió un suave y delicado lirismo que fue mas nostálgico que trágico. Por su parte, Bringuier apuntó a preservar en todo momento el tejido orquestal y a mantener la unidad de una pieza cuyos tres movimientos presentan cada uno un ligero y diverso material temático. Lo mejor estuvo reservado para el final, con la interpretación de la Sinfonía 5. Op 76 de Antonín Dvořák con su ligera y relajada sonoridad, sus influencias de danzas bohemias, y su acento casi Beethoveniano que Bringuier logró extraer con elegancia y seguridad, resaltando las cuerdas, las flautas y los colores de las vivaces ornamentaciones de los clarinetes, que se escucharon frecuentemente durante los diversos movimientos de la obra.
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