Alicia Perris
Grand opéra en cinco actos en lengua francesa. Libreto de Eugène Scribe y Émile Deschamps. Estrenada en la Opéra de Paris el 29 de febrero de 1836. 1 de marzo, 19 horas. Director musical: Renato Palumbo. Directores de los coros: Andrés Maspéro y Jordi Casas Bayer. Reparto: Marguerite de Valois: Annick Massis. Valentine: Julianna di Giacomo. Raoul de Nangis: Eric Cutler. El conde de Nevers: Dimitris Tiliakos. El conde de Saint-Bris: Marco Spoti. Marcel: Dmitry Ulyanov en los roles protagonistas. Coro de la Comunidad de Madrid. Coro y Orquesta Titulares del Teatro Real (Coro Intermezzo y Orquesta Sinfónica de Madrid).
Hacía tiempo que no se disfrutaba tanto una función en el Teatro Real. Música y voz en estado puro. Emoción y sentimiento perfectamente transmitidos a un público como el de este coliseo, que, a veces, entre perezoso y frívolo, superficial, se arredra antes versiones de concierto o lo que cree una velada en exceso prolongada. Un error enorme de cálculo porque hay en esta propuesta una perfecta conjunción planetaria en el funcionamiento de todos los instrumentos e integrantes de este gran proyecto: llevar a cabo, aunque no fuera en versión teatral, la mejor creación de Giacomo (Yaakov) Meyerbeer, compositor de origen judío alemán, que al igual que otros contemporáneos suyos como Halévy y Offenbach, crearon y esculpieron un estilo único, el de la “grand opéra”. A mitad de camino entre el estilo francés y el italiano, con un toque alemán propio del origen y la cultura fundacional de estos compositores, tiene como piedra de toque el elemento histórico que permite grandes efectos teatrales, una copiosa exhibición de voces y el sentido del melodrama musical romántico. Aunque el libreto mezcla los componentes estrictamente verídicos con los duelos pasionales de los personajes, la obra denuncia una de las grandes atrocidades de la historia francesa: la matanza de San Bartolomé, orquestada por la facción de la reina Catalina de Médicis y los Guisa en defensa del catolicismo a ultranza en detrimento de los calvinistas. Meyerbeer, él mismo miembro de una comunidad secularmente perseguida y castigada, proscrita, supo interpretar con una intuición fantástica, el hastío del pueblo francés por los excesos contra el enemigo imaginario, la falta de respeto a la diferencia y la intolerancia que habían reinado tantas veces en el país (podríamos retrotraernos no solo al Terror sino también a la cruzada contra los Albigenses (los cátaros) o la persecución y eliminación feroz de la Orden de los Caballeros Templarios). Esta ópera tuvo un éxito fulgurante en París y resultó más que atrayente años más tarde, para cantantes como Nelly Melba o Enrico Caruso La burguesía emergente, mucho más dada al disfrute después del periodo sangriento de la Revolución de 1789, necesitaba un modo de exhibición de su riqueza, su status y también de sus gustos y fue sobre todo a partir de 1830, cuando el gobierno de Luis Felipe de Orleáns, privatiza la Ópera y la entrega a Louis- Désiré Veron, que emprende una revolución copernicana en todo el territorio musical conocido hasta entonces. De esta gestión renovada no todos fueron beneficios, porque los intereses y las servidumbres de la constelación que se movía alrededor de los eventos, los compositores, los elencos y el público. eran inenarrables.
Con todo y con eso, fue una época mágica donde como en el caso de Meyerbeer aparecieron nuevos instrumentos (en “Los Hugonotes”, la viola d´amore y el clarinete bajo) y una concepción de los coros, que adquieren un papel protagonista, evocando tal vez aquellos tradicionales coros griegos clásicos, que comentaban con acritud y austeridad las componendas entre los dioses y los hombres. En esta versión que el Teatro Real presentó en tres únicas representaciones, el director musical, Renato Palumbo, hace un gran trabajo. Exquisita la sensibilidad y la compenetración entre la pareja de enamorados con Eric Cutler y Julianna di Giacomo en los roles de Raoul y Valentine. Una voz preciosa ella llena de recursos, buen fiato, una plasticidad escénica (aunque en apariencia solo cantara) el tenor norteamericano, afinado, con una bella voz, sugerente, expresiva. La Marguerite de Valois adquirió en Annick Massis toda la majestad de la reina de Navarra, su performance fue cómoda, sostenida, centrada. Excelentes Dimitris Tiliakos y Dmitry Ulyanov como el conde de Nevers y Marcel, respectivamente.
Hacía tiempo que no se disfrutaba tanto una función en el Teatro Real. Música y voz en estado puro. Emoción y sentimiento perfectamente transmitidos a un público como el de este coliseo, que, a veces, entre perezoso y frívolo, superficial, se arredra antes versiones de concierto o lo que cree una velada en exceso prolongada. Un error enorme de cálculo porque hay en esta propuesta una perfecta conjunción planetaria en el funcionamiento de todos los instrumentos e integrantes de este gran proyecto: llevar a cabo, aunque no fuera en versión teatral, la mejor creación de Giacomo (Yaakov) Meyerbeer, compositor de origen judío alemán, que al igual que otros contemporáneos suyos como Halévy y Offenbach, crearon y esculpieron un estilo único, el de la “grand opéra”. A mitad de camino entre el estilo francés y el italiano, con un toque alemán propio del origen y la cultura fundacional de estos compositores, tiene como piedra de toque el elemento histórico que permite grandes efectos teatrales, una copiosa exhibición de voces y el sentido del melodrama musical romántico. Aunque el libreto mezcla los componentes estrictamente verídicos con los duelos pasionales de los personajes, la obra denuncia una de las grandes atrocidades de la historia francesa: la matanza de San Bartolomé, orquestada por la facción de la reina Catalina de Médicis y los Guisa en defensa del catolicismo a ultranza en detrimento de los calvinistas. Meyerbeer, él mismo miembro de una comunidad secularmente perseguida y castigada, proscrita, supo interpretar con una intuición fantástica, el hastío del pueblo francés por los excesos contra el enemigo imaginario, la falta de respeto a la diferencia y la intolerancia que habían reinado tantas veces en el país (podríamos retrotraernos no solo al Terror sino también a la cruzada contra los Albigenses (los cátaros) o la persecución y eliminación feroz de la Orden de los Caballeros Templarios). Esta ópera tuvo un éxito fulgurante en París y resultó más que atrayente años más tarde, para cantantes como Nelly Melba o Enrico Caruso La burguesía emergente, mucho más dada al disfrute después del periodo sangriento de la Revolución de 1789, necesitaba un modo de exhibición de su riqueza, su status y también de sus gustos y fue sobre todo a partir de 1830, cuando el gobierno de Luis Felipe de Orleáns, privatiza la Ópera y la entrega a Louis- Désiré Veron, que emprende una revolución copernicana en todo el territorio musical conocido hasta entonces. De esta gestión renovada no todos fueron beneficios, porque los intereses y las servidumbres de la constelación que se movía alrededor de los eventos, los compositores, los elencos y el público. eran inenarrables.
Con todo y con eso, fue una época mágica donde como en el caso de Meyerbeer aparecieron nuevos instrumentos (en “Los Hugonotes”, la viola d´amore y el clarinete bajo) y una concepción de los coros, que adquieren un papel protagonista, evocando tal vez aquellos tradicionales coros griegos clásicos, que comentaban con acritud y austeridad las componendas entre los dioses y los hombres. En esta versión que el Teatro Real presentó en tres únicas representaciones, el director musical, Renato Palumbo, hace un gran trabajo. Exquisita la sensibilidad y la compenetración entre la pareja de enamorados con Eric Cutler y Julianna di Giacomo en los roles de Raoul y Valentine. Una voz preciosa ella llena de recursos, buen fiato, una plasticidad escénica (aunque en apariencia solo cantara) el tenor norteamericano, afinado, con una bella voz, sugerente, expresiva. La Marguerite de Valois adquirió en Annick Massis toda la majestad de la reina de Navarra, su performance fue cómoda, sostenida, centrada. Excelentes Dimitris Tiliakos y Dmitry Ulyanov como el conde de Nevers y Marcel, respectivamente.
El resto de los cantantes muy bien, con una dedicación alejada de una actuación rutinaria, de oficio. Un regalo. “Les Huguenots” es una obra que en muchos momentos de gran lirismo, tiene a una docena de cantantes a la vez en escena, lo que significa una exigencia muy por encima de los dúos, tríos o cuartetos que son frecuentes en las óperas habituales. La intervención de un coro sobredimensionado y una orquesta dirigida con solvencia y buen rapport con los instrumentistas, dio como resultado una fabulosa y poco frecuente explosión musical. El público que no cedió a la tentación de dejarse llevar por irse a casa o no acudir en esta noche de invierno recibió una recompensa poco al uso: una generosísima entrega de todos los que hicieron posible este milagro: que Giacomo Meyerbeer hiciera volver a la vida la perversa, polvorienta y fascinante corte de los Valois.
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