Massimo Viazzo
Un sol crepuscular, para ese momento disminuido, acompañó la última aparición de Gustav von Aschenbach sobre la playa del Lido, un Aschenbach debilitado no solo por la enfermedad, si no por su debatido y cada vez más furibundo interior. Sobre el fondo, un Tadzio de diáfana figura esbozaba sus últimas y endebles volteretas, y la silueta del adolescente polaco se definió sobre un destello que se convirtió en sobrenatural y se inmortalizó. Fue así como terminó Death in Venice de Deborah Warner. Se intuía desde el inicio que la directora inglesa jugaría con la sustracción, y los elementos escénicos se redujeron sustancialmente a una serie de maletas que marcaban las diferentes fases del viaje, algunas sillas, y el infaltable camastro de playa. La escena, que era un lugar incierto y abstracto en este montaje (a lo lejos frecuentemente se reconocían los contornos, por momentos nítidos y en otros borrosos, de la ciudad de las lagunas) vivía en una dimensión casi inmaterial (¡con cortinas volantes!), y era el lugar ideal para indagar las proyecciones mentales del inquieto artista. El sentido de opresión, de asfixia, y de encierro fue además acrecentándose por el neto contraste que se creaba entre la incomunicabilidad del protagonista – frecuentemente Aschenbach cantó en escena, separado por paredes (psicológicas) móviles de los eventos que el mismo evocaba- y la tenue definición de los espacios: como también el mar, que con previstas y brillantes superficies segmentaba el escenario, y lo invadía casi de manera continua. Así, Warner no tuvo la necesidad de intentar transitar por caminos más osados o aventurados.
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