Fotos: Teatro
Regional de Rancagua Chile
Joel Poblete
Luego del memorable
estreno en Latinoamérica del Platée de Rameau el año pasado,
coproducido en alianza con Buenos Aires, el Teatro Regional de Rancagua, ciudad
ubicada a poco más de una hora al sur de la capital de Chile, Santiago, sigue
dando nuevos e importantes pasos en el género operístico para ese país. Su
propuesta para este año contempla nuevos y prometedores desafíos: no sólo
contarán con otro estreno de una obra barroca que permanece inédita en Chile -Las
Indias galantes, también de Rameau, en junio- y una nueva producción para
la hermosa Orfeo de Monteverdi a fines de septiembre, sino
además acaban de iniciar la temporada chilena de ópera con el Don
Giovanni, de Mozart, que luego de una gala privada el jueves 31 de marzo,
tuvo su estreno oficial el viernes 01 de abril.
En el apartado
musical, la propuesta fue muy contundente. Bajo la batuta del argentino Marcelo
Birman, el mismo que el año pasado dirigiera el debut de Platée, la
Orquesta Clásica Nuevo Mundo cautivó con sus instrumentos preparados para sonar
de la manera más parecida posible a como se supone que eran ejecutados en los
tiempos de Mozart; con una lectura dinámica y vehemente, desde la obertura
conducida con mayor agilidad de lo habitual en adelante, Birman sorprendió con
algunas opciones de ritmo e intensidad, incluso extrayendo de la agrupación
sonoridades que subrayan ecos del futuro musical, como en la intensidad y
dramatismo de la escena entre Don Giovanni y el Comendador, que por momentos
sonó hasta wagneriana. Y no se puede dejar de destacar el aporte de Manuel de
Olaso en el fortepiano, acompañando los recitativos de los cantantes.
Atento tanto a los
músicos como a lo que ocurría en escena, Birman también dejó una buena
impresión con el equilibrio sonoro entre el foso orquestal y los cantantes,
además de la apuesta en incluir ornamentos y variaciones vocales en las
repeticiones de algunos números musicales, opción que en algunos momentos
quizás no convenza del todo a algunos operáticos, por ejemplo, en el aria de
Don Ottavio "Dalla sua pace". Tanto por estos criterios musicales como
por las propuestas teatrales que se vieron sobre el escenario, estas funciones
de Rancagua difícilmente se podrían calificar de rutinarias o
convencionales.
Los roles solistas
son interpretados por algunos de los mejores cantantes chilenos de la actualidad.
El nivel general es sólido y convincente, tanto en la entrega vocal como en el
despliegue actoral de los artistas, brillando especialmente el Don Giovanni de
Patricio Sabaté, el Leporello de Ricardo Seguel y la Doña Elvira de la soprano
Catalina Bertucci. Los dos primeros, ambos barítonos, ya se lucieron en los
mismos roles la última vez que la obra se presentó en Chile, en el Teatro
Municipal de Santiago en 2012, y ofrecen retratos muy logrados: mientras Sabaté
es un efectivo Don Giovanni, tan seductor como audaz y desafiante, bien
cantado, atento a las sutilezas y hábil al momento de resolver los fragmentos
más exigentes -como la endiabladamente ligera "Fin ch'han dal vino" o
el arduo desenlace de la ópera-, con su simpatía y sentido del humor Seguel
conquista una vez más al público como el divertido criado, y proyecta muy bien
su voz cada vez más robusta y atractiva. Por su parte, Bertucci, quien
interpretara a Zerlina en el ya mencionado Don Giovanni santiaguino
de 2012 y el año pasado, también en el Municipal de Santiago, fuera una
excelente Anne Trulove en The Rake's Progress, fue ahora una
espléndida Elvira, creíble en sus ambivalentes sentimientos hacia el
protagonista y bellamente cantada, con estilo y expresividad.
También estuvieron
muy bien el Masetto del barítono Javier Weibel y la Zerlina más desenvuelta y
sexy de lo habitual encarnada por la soprano Marcela González Janvier, mientras
el bajo barítono Sergio Gallardo, sin tener la voz estentórea y profunda que
muchos asocian con el rol, de todos modos fue un efectivo Comendador, aunque en
lo teatral su personaje apareció desdibujado, pero no por culpa del intérprete,
sino de la propuesta escénica. A pesar de exhibir sus talentos y reconocidas
habilidades vocales que les permitieron ofrecer algunos excelentes momentos,
menos unanimidad podrían despertar el tenor Exequiel Sánchez como Don Ottavio y
la soprano Patricia Cifuentes como Doña Anna (ambos dos de las figuras más
inolvidables del Platée del año pasado en Rancagua): si bien
en esta oportunidad su voz y emisión no parecieron totalmente idóneas para el
rol, en lo estilístico él resolvió de manera notable los arduos ornamentos de
su "Il mio tesoro" y trató de hacer lo mejor que pudo con un
personaje que siempre cuesta hacer convincente o interesante para el
espectador; por su parte, en su actuación Cifuentes estuvo bien en lo actoral
pero aunque lució sus ya conocidas virtudes como cantante, no siempre convenció
en la adecuación de su instrumento al personaje (como en el exigente "Or
sai chi l'onore").
¿Y la puesta en
escena? Adaptando un montaje que ya presentaron en el Teatro Avenida de Buenos
Aires en 2014, está en manos de un equipo de artistas argentinos
-escenografía, proyecciones y diseños virtuales de Diego Siliano,
vestuario de Luciana Gutman e iluminación de Horacio Efron- encabezados
por el reconocido director teatral Marcelo Lombardero, quien ya ha sido
responsable de memorables y elogiados espectáculos líricos en Chile, incluyendo Tristán
e Isolda, el estreno latinoamericano de Billy Budd de
Britten y estrenos en Chile como El castillo de Barba Azul, Lady
Macbeth de Mtsensk, Ariadna en Naxos y el año pasado The
Rake's Progress.
Indudablemente lo
escénico es uno de los puntos más llamativos de este Don Giovanni,
y no dejó a nadie indiferente, al trasladar la historia del siglo XVII a
nuestros días, incluyendo de manera inteligente y oportuna elementos que forman
parte de la vida cotidiana, desde teléfonos móviles a otros dispositivos
tecnológicos que permiten ingeniosas interacciones visuales que complementan lo
que se ve en escena (por ejemplo, el clásico catálogo en el que el criado
Leporello lleva el listado de mujeres que su patrón ha seducido en todo el
mundo, ya no es un libro sino que se puede revisar en un iPad, y la lista en
España incluye hasta a la actriz Rossy de Palma y la ya fallecida Duquesa de
Alba). Lombardero ya ha triunfado en ocasiones anteriores alterando el marco
histórico de las óperas que aborda, y considerando la universalidad del mito de
Don Giovanni y los distintos temas y elementos que éste simboliza, en verdad la
idea no es para nada descabellada, como ya lo han demostrado propuestas
similares en los últimos años en distintos escenarios internacionales.
Así como muchos
aplaudieron con entusiasmo y hubo momentos en verdad geniales, habrá otros que
no quedaran totalmente convencidos o no compartieran el consenso ante algunos
elementos claramente provocadores de la puesta en escena, como por ejemplo las
numerosas alusiones e insinuaciones sexuales (en particular el enfoque menos
ingenuo y más abiertamente erótico del personaje de Zerlina) o la recurrente
adicción a la cocaína de Don Giovanni y su criado. Hay que rescatar que a pesar
de esos elementos y la actualización de la trama, en general Lombardero y su
equipo respetan el sentido de la historia, pero igual hay ideas que no
terminaron de cuajar, como el desafío entre el protagonista y el
Comendador que originalmente debería transcurrir en un cementerio, o la
forma en que se resuelve el enfrentamiento final entre ambos (incluyendo el
desenlace de Don Giovanni); en ambos casos esas escenas, que deberían ser
potentes y efectivas, no funcionaron del todo, ya sea porque se prestaban para
lo humorístico o porque su fuerza dramática estaba atenuada y casi
diluida.
Más allá de esos
detalles, Lombardero utilizó muy bien el espacio escénico al dividirlo en dos
niveles, y buscó desarrollar la historia de manera ágil, aprovechando lo mejor
posible los momentos que permitían mayor acción en el escenario, como las
intervenciones del coro dirigido por Paula Torres, cuyos integrantes además de
cantar muy bien se prestaron con soltura y convicción a los requerimientos
teatrales e incluso en la interacción con los bailarines y actores que
ejecutaron la acertada coreografía de Ignacio González Cano.
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