Foto: Gerencia del Palacio de Bellas Artes / INBA
José Noe Mercado
La séptima ópera del compositor Giacomo Puccini (1858
– 1924), La fanciulla del West (1910), que cuenta con libreto de Guelfo
Civinini (1873 – 1954) y Carlo Zangarini (1874 -1943) basado en The Girl of the
Golden West de David Belasco (1853 - 1891), guarda una curiosa relación con
México parecida a la jettatura (atraer la mala suerte). Algo así como el
resultado negativo de algo improbable, aunque desde luego no imposible. Y no
tanto por la leyenda de que fue un encargo del régimen porfirista al compositor
para celebrar el centenario de la Independencia y rechazada luego al conocerse
el tema de la obra y la mala imagen que proyectaba de los mexicanos al ser el
protagonista masculino, Ramérrez, alias Dick Johnson, un bandolero cursilón en
el Viejo Oeste, aunque bien podría la ficción creativa experimentar una ucronía
a partir de la verdad histórica comprobable porque hay no pocos detalles que
cuadran. Lo es más bien porque si se pensó en ella (Adamo Boari, Gustavo Campa,
Justo Sierra, tal vez Porfirio Díaz) como estreno pucciniano inmejorable para
la inauguración del Teatro Nacional (que habría de terminar como Palacio de
Bellas Artes), planeado para 1910, Giacomo Puccini, unas de las grandes
personalidades de la composición en aquella época, no se entusiasmó con la idea
de estrenar una de sus obras en un sitio sin arraigo y oropel. Rechazó la
oferta. Mejor. Porque en México, aquel año, no hubo inauguración del Teatro
Nacional, sino un estallido revolucionario. Y Bellas Artes abrió sus puertas
hasta 1934. Una presentación en 1920 en el Teatro Arbeu a cargo de una compañía
itinerante permitió al fin estrenar la ópera en México luego de varios anuncios
e intentos fallidos por hacerlo y durante décadas la ausencia de un verdadero
estreno nacional fue acompañado de cierta especie de censura o fruncimiento del
seño, por supuesto no oficial, de las autoridades nacionales. Hasta 1976, año
en que la Compañía Nacional de Ópera la programó, la ensayó y por ciertas
quejas internas burocráticas y de grupos artísticos que se sumaban a la
incertidumbre de un cambio de gestión presidencial, sencillamente no se
presentó. De igual forma, al inicio del siglo XXI, la Ópera de Bellas Artes
(OBA) la contempló para presentarla como parte de su programación, idea que no
concretó cuando debido a la pérdida de viejas producciones a causa de un
incendio en bodegas del INBA las prioridades se resumieron en reponer un
repertorio más indispensable. Y si en la Temporada 2017 de la OBA, después de
97 años de lo del Arbeu, 107 del estreno original, La fanciulla del West tuvo
la primera de cuatro funciones programadas de una nueva producción en el Teatro
del Palacio de Bellas Artes el 17 de septiembre, apenas salidos de las fiestas
patrias, de la mano entusiasta de Sergio Vela en el impulso, escenografía,
iluminación y puesta en escena del montaje, el terremoto de magnitud 7.1 que el
19 de septiembre sacudió la zona centro y sur de México hizo que tanto el INBA
como Protección Civil desaconsejaran y suspendieran todas las actividades de
concentración pública de espectáculos, conciertos, deportes y más, para
concentrarse en los terribles estragos del movimiento telúrico y en las medidas
de seguridad pertinentes para prevenir mayores desgracias humanas. Si esta
sintética historia no es jettatura, nada lo es. Y a ello debe apuntarse un
desempeño poco afortunado de la soprano española Ángeles Blancas, en el papel
de la fanciulla Minnie, aquella tarde dominical de estreno. Con una voz
descomprimida y chata en el centro, otoñal, con un registro grave gritado y con
desafinaciones y estridencias incontables, el papel protagónico desmereció sin
ninguna duda. Al menos para el público que la condenó a la horca del abucheo al
final de la representación, sin piedad alguna. Menos mal que en el elenco
también se encontraba el tenor vasco Andeka Gorrotxategui, quien interpretó con
solvencia el rol de Dick Johnson/Ramérrez. Su célebre aria “Ch’ella mi creda”,
como puede suponerse, fue muy aplaudida y ovacionada. También el barítono Jorge
Lagunes, como el sheriff Jack Rance, ofreció un trabajo decoroso en lo vocal,
si bien en términos de actuación quedó condicionado por un trazo escénico
conceptual más bien simbólico y abstracto. Rara forma de representar a un tahúr
y pistolero, a fin de cuentas ingenuo. Habría sido menos extraño si el concepto
escénico, minimalista y todo, pudiera haber ambientado ciertas acciones y
sentimientos presentes en medio de una trama de lento y no siempre impactante
desarrollo: la testosterona de los bebedores que ahogan en alcohol el dolor de
la migración, las fisuras anímicas de la nostalgia o un amor timorato nunca
correspondido por Minnie, quien los manipula y chantajea para conseguir sus
fines pasionales. No para caer en las convenciones del género Western, aunque
sí para evitar las del sello del maestro Vela, que le han funcionado mejor en
otros títulos, de ubicación y características temporales menos concretas. La
casi desnudez escénica y la obscuridad desmedida no alcanzó para mostrar en
todas las acciones momentos de impacto dramático y reflexivo como la trampa, la
autodefensa, el dilema entre la ley o la justicia. Estaban ahí, pero no se
veían. Incluso los rostros, las identidades, el vestuario de los personajes (a
cargo de Violeta Rojas) y el maquillaje de Ilka Monforte, quedó en penumbra. En
el apartado orquestal, fuera de pasajes con volumen demasiado alto que llegó a
cubrir las emisiones solistas, el trabajo de Luiz Fernando Malheiro al frente
de la Orquesta y el Coro del Teatro de Bellas Artes (éste preparado por Carlos
Aransay) permitió admirar la rica orquestación pucciniana, los recursos con los
que construye un flujo musical que parece no detenerse, alejado casi de la
diagramación por números y con miras, intuiciones, más bien wagnerianas y
cinematográficas. En los papeles secundarios, en la medida de su compenetración
con el conjunto, también destacaron los trabajos del tenor Ángel Ruz como Nick,
el barítono Enrique Ángeles en el rol de Sonora o el Jack Wallace del bajo
Óscar Velázquez. El resto del elenco, los comprimarios diversos entre mineros,
pieles rojas y demás, no desmereció en el desempeño vocal, que de hecho
permitió el fogueo de integrantes del Estudio de la Ópera de Bellas Artes,
puesto que en eso parecería ha encontrado su misión: ser surtidor de
partiquinos. Era muy probable que los detalles de iluminación y del efecto
dramático que podía reforzarse con ellos pudieran corregirse en las funciones
posteriores. El discurso escénico tenía aún cierto margen para ser pulido como
updated una vez presenciado el estreno. La felicitación para Vela pudo llegar
no sólo por aventurarse con este título, sino por la manera de reponerlo en
escena. Pero lo dicho. No hubo, al menos hasta el momento de poner punto final
a estas líneas, más funciones en un México ocupado en reponerse de un impacto
telúrico muy doloroso. Prioritario. Ineludible. Mala suerte.
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