Fotos: Cory Weaver / San Francisco Opera
Ramón Jacques
Con cinco títulos
ofrecidos, la temporada de San Francisco luce muy escasa en esta edición. Muy
loable luce la reposición de tres ciclos del Anillo de los Nibelungos de Wagner,
programados para junio y julio del 2018, pero parecería que ello mermó los
recursos con los que disponía el teatro para su temporada de otoño, decisiones que
se manejan al nivel directivo del teatro y que los espectadores jamás conocerán.
El punto crítico, a mi entender, porque
la tradición y grandeza la grandeza de este teatro, es la notable ausencia de nombres
destacados en los elencos, apenas unas cuantas figuras consagradas. Lo que solía
ser la regla en el pasado hoy parece ser la excepción. San Francisco es un
teatro para ver estrellas no para probar artistas y nuevas voces, sobre todo si
no son aquellos artistas que provengan del prestigioso programa Merola, que se
dedica a formar futuras estrellas. En la reposición de La Traviata, nos encontramos frente a la situación anteriormente
descrita; tres solistas que se dedicaron a cumplieron y nada más. Además, cantó las diez funciones ofrecidas,
cuando se suele programar dos o hasta tres solistas principales. Una incógnita más
sin resolver. La soprano rumana Aurelia
Florian, en su debut estadounidense, mostró belleza y garbo, y dotes vocales
con notables agudos y brillantez en el timbre; pero su desarrollo histriónico
no convenció. Su actuación fue plana, igual en cada acto, poco comunicativa y
falta de ese plus con el que Violetta sorprende y conmueve al público. Misma situación
la del tenor brasileño Atalla Ayan, el
punto más débil del elenco. Su voz
lirica es grata en el color, pero no fue gestionada con una buena proyección lo
que lo provocó que su canto fuera inaudible o constantemente cubierto por la
masa orquestal, coral y demás voces.
Su actuación
fue rígida e inexpresiva, de un artista que, en base a lo visto en el pasado,
no estuvo al nivel de exigencia requerido. El barítono polaco Artur Ruciński, mostró una juventud
francamente inverosímil para la caracterización del padre Germont. Vocalmente, su desempeño fue discreto, voz
amplia adecuada para el repertorio, pero sin más que destacar. Muy bien el coro
como para el resto de los solistas, como la mezzosoprano Renée Rapier en el papel de Flora y el barítono Phillip Skinner, de larga trayectoria
local, como el Baron Douphol. La parte escénica contó con la opulenta y
elegante producción de John Copley,
que a pesar de sus tres décadas de existencia no pierde vigencia, con su atención
al detalle, con candelabros, fastuosos vestuarios, rojos terciopelos, amplias
escaleras, complementada por bailables y ballets y una alegre iluminación. Shawna Lucey fue encargada de la reposición
escénica con un buen trabajo. La fortaleza del teatro, su orquesta se lució
nuevamente emitiendo un sonido claro, homogéneo, rutilante; en cada una sus
secciones bajo la batuta segura, sapiente y entusiasta de Nicola Luisotti, en su ultima temporada como director musical, en
la cual condujo también algunas funciones de Turandot.
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