Foto: Clärchen&Matthias Baus
Ramón Jacques
Rigoletto de Verdi, una las óperas más populares de
Verdi, volvió al escenario de la De Nationale Opera de Ámsterdam con la puesta
del célebre y joven director italiano Damiano
Michieletto, quien ha revolucionado la ópera con sus puestas de escena modernas
y llenas de realismo. A Michieletto se le recuerda aquí por su Viaggio a Reims,
en el 2016, muy original porque la acción se realizaba dentro de un museo y
donde los personajes interactuaban con los que se encontraban dentro de las
pinturas. El éxito de estas propuestas es que son directas y accesibles para un
público actual, y sitúan hechos del pasado en la actualidad. El diseño y la
manufactura de las escenografías de este Rigoletto es sobresaliente. En esta puesta, Rigoletto, aquí un payaso y
no el bufón jorobado de la corte, pasa sus días recluido en un hospital
psiquiátrico, y la trama y la acción son sus atormentados recuerdos de los días
anteriores que culminaron con el asesinato de Gilda. El duque, los cortesanos,
Sparafucile y Gilda, no son más que vagos recuerdos o fantasmas que revive en
su mente y su imaginación. La habitación del hospital, los vestuarios de los
personajes, enfermeras y médicos que cuidan de él, son de color blanco;
representando que no son reales y al fondo del escenario se transmitían escenas
de Rigoletto y Gilda en su niñez, más recuerdos. El concepto es bueno, el
problema es que Michieletto a través de la función, no logra plasmar y separar
completamente en escena lo que es real o no; si Rigoletto llora a una muñeca
que representa a Gilda, ¿Por qué tenía que estar la intérprete de Gilda a su
lado en vez de que la voz se escuchara a lo lejos? Detalles así quedaron poco resueltos y no
convencieron completamente al público.
Musicalmente la función tuvo altibajos,
si bien los músicos de la Nederlands
Philharmonish Orkest tocaron con ímpetu y entusiasmo (no se cuenta con una
orquesta propia si no que para cada producción se van invitando a las mejores
orquestas de los Países Bajos), la conducción de Carlo Rizzi, fue acelerada, atropellada y destemplada, causando
desfases con los cantantes. El desmedido entusiasmo y brío para conducir no significa
que los músicos tocarán mejor como tampoco es un motivo para desentenderse de
la escena. Luca Salsi no fue un
refinado Rigoletto, su cantó fue vigoroso y escénicamente su trastorno mental
lo comprometio a sobreactuar. Saimir
Pirgu, cumplió en su papel del duque de Mantua, aunque parece haberse
estancado o llegado al pico de sus posibilidades ya que su canto es plano y
rutinario; y su inexpresividad algo irritante. Agradó mucho Annalisa Stroppa, como una Maddalena de
voz oscura bien proyectada y timbrando, irradiando la sensualidad y la personalidad
que la puesta requería. Rafal Siwek,
fue un correcto Sparafucile, y el resto de los solistas cumplieron de manera
adecuada. Una mención aparte corresponde
a la soprano Lisette Oropeza, quien
se mostró en un nivel superior desplegando un manejo seguro de la voz, agilidad
y nitidez en la coloratura con buena proyección. En su actuación, personificó un
frágil Gilda que vivió y sufrió con pasión.
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