Fotos: Craig T. Matthew / LA Opera
Ramón
Jacques
Aunque se sabe que hubo poco
contacto personal entre ellos, no se consideraban amigos y tampoco fueron
frecuentes colaboradores, fue el destino el que quiso que los nombres del
compositor francés Claude Debussy y el de Maurice Maeterlink quedaran unidos eternamente
en la creación de Pelléas et Mélisande,
la ópera en cinco actos basada en la obra homónima del dramaturgo y ensayista
belga. Debussy creó esta obra maestra, que se adaptaba a sus principios
y preferencias, apartándose de las reglas, las formas y las convenciones que
dominaron la creación operística en los siglos precedentes. Debussy llegó a
admitir que lo que lo atrajo a la obra de Maeterlinck, a pesar del ambiente de
sueños y la atmosfera imaginaria en la que se desarrolla la historia, fue la
humanidad, la sensibilidad y el lenguaje evocador que encontró en ella, que
consideró más profundo de lo que pudo encontrar en cualquier referencia o documento
histórico. Pelléas et Mélisande es
una ópera que debería ser representada con mayor frecuencia, sin embargo, e
inexplicablemente, forma parte de esos títulos que, a pesar de su riqueza
orquestal y vocal, no ha logrado afianzarse dentro del repertorio ni las
temporadas de los teatros, especialmente estadounidenses. En la historia de la
Opera de Los Ángeles, solo se escenificó en la temporada de 1995; en el año 2016
la vecina orquesta LA Philharmonic ofreció una versión en concierto bajo la
conducción del maestro finlandés Esa-Pekka
Salonen, el mismo que la dirigió en 1995, y salvo contadas producciones en
el Metropolitan de Nueva York o la Opera de Santa Fe este verano, es un título
prácticamente desconocido en Norteamérica. El valor en la concepción escénica del
director David McVicar, con marco
escénico traído de la Opera de Escocia, con diseños y elegantes vestuarios de Rae Smith, es que logró construir
personajes humanos, creíbles, con los que el público podía identificarse
fácilmente por sus sentimientos, despojándolos de ese halo de misterio y
simbolismos, para contar una historia con personajes que viven y experimentan
situaciones y emociones reales. Aunque
no se menciona explícitamente el reino Allemonde, se entiende que la acción
transcurre en un bosque y dentro de un castillo en la actualidad. El marco escénico que dividía el escenario
donde en una mitad se observaba un tupido bosque con árboles y la otra el
interior de un opulento castillo, resultó ser una idea visualmente estética
para el espectador, además del atractivo juego de luces creado originalmente
por la diseñadora Paule Constable, y
aquí encomendado al iluminador mexicano Pablo
Santiago, con las proyecciones al fondo del escenario de Jack Henry James Fox que representaban
la conjunción de la oscuridad de la noche con la luz del día, de la brillantez
y la oscuridad, como signo de la contradicción que yace sobre la relación entre las tres personas
principales. El elenco tuvo un buen
desempeño comenzando con Sydney
Mancasola, soprano estadounidense poco conocida en este país, pero de
amplia carrera internacional, quien dotó al personaje de Mellisande del
carácter ingenuo, inocente y frágil que requerido, mostrando una voz homogénea,
dulce y musical en su timbre y emisión, desplegando seguras y brillantes notas
agudas y conmovedores pianos. Pelléas
le fue encomendado al tenor Will
Liverman, quien creó un personaje de carácter endeble e indeciso, mostrando
buenas condiciones vocales, con una emisión algo nasal, tensa y por momentos
incómoda, aunque la línea vocal del papel fue concebida para un barítono Martín, que debe poseer un
sonido ligero capaz de alcanzar un rango alto. El papel de Goulad fue cantando con
profundidad, fuerza e impulso por el bajo-barítono Kyle Ketelsen, quien pareció sobreactuar su parte al estilo de un Otello obsesionado y consumido por los
celos, que al final fue verisímil y en línea con la idea dispuesta por la
dirección escénica. El papel de su hijo
Ynold, generalmente asignado a una soprano ligera, aquí fue interpretado por el
niño soprano Kai Edgar, quien con
apenas doce años se mostró desenvuelto y cómodo en escena. El papel de Geneviève fue bien cantado por la
experimentada mezzosoprano Susan Graham,
que irradió brillantez y presencia. Ademas, fue un lujo contar con la
presencia del bajo Ferruccio Furlanetto
como Arkel, esa figura sombría implicada en todo lo que sucede en la historia
por su sabiduría y visión. Se escuchó su profundo y autoritario canto, elegante
en la dicción y en el fraseo. Completó
el elenco el bajo-barítono Patrick
Blackwell en el papel del médico, y estuvo bien el coro es sus limitadas
apariciones. Por su parte, James Conlon
al frente de la orquesta regaló una sutil y grata lectura orquestal. Dirigió con
delicadeza y atención, matizando los pasajes más reflexivos y tranquilos, como
los pianissimos de los chelos y
fagotes al inicio de la obra, y de las cuerdas al final, sin faltar su requerida explosividad
en los pasajes de fuerza orquestal y vocal, de pasión, de terror y violencia, así
como en los ricos interludios que entrelazan cada escena, con una orquesta que
respondió a la altura; coronando lo que fue una meritoria producción en este
teatro, que mantuvo al público expectante y atento desde el inicio hasta el final
del espectáculo.
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