Massimo Crispi
Un programa raro e inusual fue el que ofreció el pianista británico Graham Scott, el pasado 13 abril en la Accademia Bartolomeo Cristofori de Florencia. Pero el hilo conductor, que tampoco descubrió por si mismo el relator de la escasa presentación Alberto Batisti, pareció sí estar. El hilo conductor, si se quisiera encontrar, pudiera ser el cambio del mundo después de la composición de aquellos fragmentos: el mundo nunca habría sido lo mismo después de la Sonata op. 109 de Beethoven, o después de la Sonata op. 1 di Berg, incluso después del Pájaro de Fuego de Stravinsky. Quizás una lucha también con la forma. La interesante propuesta y desafío con paralelismos empezó con una interpretación muy participativa e interiorizada de la Sonata n. 30, op. 109 de Ludwig van Beethoven, donde Scott subrayó la soledad romántica y titánica del compositor alemán en un mundo ajeno y a menudo hostil.
El tema con las seis variaciones, el ultimo movimiento de la sonata “Gesangvoll, mit innigster Empfindung” (literalmente: llenó de canto, con el sentimiento más intimo), realmente estaba lleno de canto y de abandono, desgarrador, pero de un desgarro contenido, como si Scott quisiera direccionar el auditorio hacia la dimensión más secreta de Beethoven sin dramatismos. ¿Como hubiera sido el mundo después de conocer la 109? Sin embargo esa revelación lo mostró solo Robert Schumann, unos años después, continuando el discurso que el gran Ludwig van Beethoven había iniciado.
En seguida se escuchó la Sonata op. 1 de Alban Berg. Solo un item, la obra de un Berg joven, saliendo de los estudios con Arnold Schönberg, cuya influencia resulta muy evidente no solo en la fragmentación sino en la indecisión de la tonalidad. Por eso, aunque la sonata sea declarada oficialmente en si menor, su definición tonal se desplaza sin duda solo en los últimos compases, después de una continua y indecisa fluctuación a los bordes de la tonalidad, cuya disgregación quizás era una metáfora inconsciente paralela al antiquísimo imperio austriaco deshaciéndose, sino de una Europa que ya se adelantaba a un cambio sangriento que convergería en la Primera Guerra Mundial. Scott nos entregó esa desorientación, casi sin evidenciar la cara atormentada del fragmento, y secundando su continua variación tonal y cromática sin acentuar el aspecto inquietante. Quizás también era lo que Berg pretendía, resignado a escribir solo un item porque a menudo encontraba la forma sonata obsoleta pero sin tener otras ideas para los restantes items que caracterizaban una verdadera sonata. Una piedra en el inmenso océano de un mundo metamorfoseándose, un aviso, quizás, a lo que estaba al punto de ocurrir pero no una autentica ruptura.
Al fragmento de Berg le siguieron las suntuosas e infrequentes variaciones “Weinen Klagen Sorgen Sagen”, sobre un tema de Bach, de Franz Liszt, parte de su última producción, de su período místico cuando vivió en Roma. Aquí Graham Scott evidenció la gran vultuosidad que se le requiere al intérprete aunque en la austera dimensión casi religiosa, balanceada entre forma y pathos, en un equilibrio que parece romperse en cada momento.
La segunda parte del concierto se abrió con las Variaciones sobre un tema de Corelli op. 42 de Sergei Rachmaninov. En esa obra la forma del tema con variaciones, que existe en todas las épocas y todas las literaturas musicales occidentales, llega al paroxismo en la densa y virtuosa partitura de Rachmaninov. Fantasma que viene desde uno de los temas más celebrados del barroco, el tema de la “Follia” de Corelli, autor de la muy famosa sonata para violín, esa última también un tema con variaciones, un espectro que se repite veinte veces, una transfiguración casi enloquecida que algunas veces parece casi una parodia. Scott utilizó ese fragmento para contarnos su visión, y esa visión de acuerdo a nuestro aviso, siempre esta conectada a una forma, incomoda sin duda, pero indispensable si se quiere expresar algo, una forma que parece ser el verdadero espectro volador de ese recital de gourmandises, mientras la sabiduría del pianista nos la mostró con su desencanto de descendente, como si fuera casi un juego.
Terminó el recital una rarísima trascripción del Pájaro de Fuego de Igor Stravinsky por el pianista y profesor Guido Agosti, respetado y temido enseñante de la Accademia Chigiana de Siena en el siglo XX cuyo viático era indispensable para los que quisieran emprender una carrera pianística digna de resonancia. Imposible. Imposible tocar esa dificilísima transliteración del original con orquesta, imposible contener todas aquellas notas y voces, que necesitarían quizás tres manos con seis dedos cada una para tocar la Danza infernal del Rey Katschei, mientras la Berceuse y el final parecieron más accesibles, aunque empeñara mucho. Scott dio lo mejor de si, aunque sea natural que algunas notas parecieran resbalarse, ese el problema que presenta esa transcripción de extrema vultuosidad.
Mucho éxito y tres generosos bises que incluyeron un fragmento de Mompou, otro de Gershwin y una curiosa y divertida versión jazz de la Marcha Turca de Mozart. ¡Fantástico!
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