Foto: Ros Ribas - Fondazione Teatro alla Scala di Milano
Massimo Viazzo
La visión del mundo de los campos de prisioneros de Patrice Chéreau es muy humana. En este espectáculo, creado hace dos años y medio en Aix-en-Provence y coproducido, entre otros, por el teatro milanes, el director francés realizó una obra maestra de una intensidad psicológica fuera de lo común, logrando hacer que un trabajo sustancialmente sin trama fuera fascinante. Toda la ambientación fue atemporal y las altas y suspendidas paredes, (típico de la estética de Richard Peduzzi colaborador habitual Chéreau) delimitaron un espacio escénico que nunca fue invasivo. Tres momentos para recordar de la producción son: la lluvia de desechos (algo casi nunca actual) con la que se paso del primero al segundo acto, la muy eficaz pantomima del segundo acto que fue apartada y melancólica, y el águila de madera, sostenida a la fuerza, que se liberó con un vuelo catártico al final de la opera. De la casa de los muertos, que cuenta una serie de eventos sustancialmente ligados al pasado de los prisioneros, esta cimentada en la mecánica repetitiva de los gestos cotidianos de la vida de un campo, y que están ligados entre si por un delgado hilo conductor, para concentrarse en tres magníficos monólogos, uno por acto, que fueron unos verdaderos micro dramas de enérgica sustancia musical. Toda la obra fue dominada por un interminable conmoción de franco vigor, y por una expresiva y devoradora fuerza. Esa-Pekka Salonen mostró una vitalidad rítmica, seguida con pertinencia desde los primeros movimientos de su batuta, y un control casi infalible de los empastes timbricos y de incontenible paso teatral. En su debut al frente de una producción en el máximo teatro milanes, el director finlandés privilegió una cierta abreviatura en su labrado, sin hacer menos el cuidado de las dinámicas; y en la búsqueda de la eufonía, todo sonó afilado, cortante, agresivo, pero nunca diabólico.

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