Foto: Teatro Municipal de Santiago
Joel Poblete
Continuando con los valiosos y necesarios estrenos de títulos que hace mucho deberían formar parte de su repertorio, como segunda obra de su temporada lírica 2011 el Teatro Municipal de Santiago programó para mediados de junio el debut, casi un siglo después de su creación, de Ariadna en Naxos, la fascinante y divertida ópera que marca uno de los puntos más altos en la genial colaboración entre Richard Strauss y su libretista Hugo von Hofmannsthal. El principal escenario lírico chileno se había preocupado especialmente de reunir a un cast de primer nivel, encabezado por una experta en Strauss como la soprano finlandesa Soile Isokoski, y con una puesta en escena a cargo del equipo argentino encabezado por Marcelo Lombardero, quienes ya han dejado una sólida impresión en otros memorables estrenos locales, como La vuelta de tuerca de Britten, El castillo de Barba Azul de Bartok y Lady Macbeth de Mtsensk de Shostakovich, aunque menos convincente fue su apuesta escénica para el debut local de Alcina de Handel, el año pasado. Si bien algunos se desilusionaron cuando meses antes del estreno se supo que ya no vendrían la Isokoski -quien sería reemplazada por Christine Goerke- ni la mezzo originalmente contratada para encarnar al Compositor, Michèle Losier, de todos modos había enormes expectativas por este estreno. Y afortunadamente, el espectáculo fue muy logrado en casi todos sus aspectos, y aunque algunos puntos admiten divergencia de opiniones, en general estuvo al nivel de un título tan exigente e indispensable. Lombardero y sus colaboradores (Diego Siliano en la escenografía, Luciana Gutman en el vestuario y José Luis Fiorruccio en la iluminación) supieron perfilar muy bien la dualidad y el contraste que proponen Strauss y Hofmannsthal, al contraponer la ópera seria clásica con la comedia buffa, obligándolas incluso a compartir un mismo escenario y aprovechando de reflexionar con humor y toques de sátira sobre las circunstancias que implica el montaje de una ópera. Lombardero optó una vez más por ambientar la historia en un entorno evidentemente contemporáneo, esta vez en un elegante y amplio penthouse que podría estar en Europa o incluso en algún balneario latinoamericano (muy bueno el trabajo de Siliano, tanto aquí como en el pequeño escenario de época que se montó en la representación de la ópera dentro de la ópera). Pero al margen de esto y de los infaltables guiños a la modernidad (Zerbinetta y su grupo son ahora una suerte de figura pop acompañada por cuatro rockeros), el artista respetó el desarrollo de la trama, conformando una puesta en escena ágil y atenta a los detalles y gestos, por lo que el juego teatral que propone el delicioso libreto de Hofmannsthal estuvo muy bien servido y lleno de logrados momentos, en especial en los aspectos cómicos. En el prólogo todo fluyó de manera dinámica, mientras en la ópera misma, Lombardero se esforzó por mantener el ritmo, algo siempre muy difícil considerando que se mezclan e intercalan los pasajes líricos y contemplativos con la comedia de Zerbinetta y su troupe. Muchos críticos y operáticos han cuestionado que hacia el final las puestas en escena suelen olvidar que se trata de una representación (mal que mal, son una soprano y un tenor encarnando a una soprano y un tenor, quienes a la vez interpretan a dos personajes de la mitología clásica) y todo se cierra de manera demasiado abierta y mágica, por lo que fue interesante que en esta ocasión el régisseur optara por mostrar cómo se empieza a desarmar el teatrito barroco mientras soprano y tenor aún cantan su arrebatador dúo, dando paso al espectáculo de fuegos artificiales que puede contemplarse a través del ventanal; posteriormente llegará el mayordomo, quien procederá a pagar a todos los artistas sus honorarios por la función realizada. Fue una opción interesante y que en verdad no parece descabellada, aunque más de algún operático se lamentara en los pasillos porque en cierta medida despojó de su belleza y apasionado lirismo el extático momento final, para hacerlo más terrenal y práctico. Del muy talentoso elenco convocado, la más aplaudida, como suele ocurrir con esta ópera en todos los teatros donde se presenta, fue la soprano que interpreta a la coqueta y chispeante Zerbinetta: ya sea por su personalidad exuberante y extrovertida, o simplemente porque su escena llena de pirotecnia siempre deslumbra al público y es el único momento que de verdad parece un aria tradicional que puede ser ovacionada como dicta la tradición, la rusa Ekaterina Lekhina volvió a cautivar a los espectadores del Municipal, que ya la convirtió en una de sus favoritas tras cantar aquí la Musetta pucciniana y la Gilda de Rigoletto y sin embargo, a este redactor, aun reconociendo que realizó una labor convincente y entregada (en especial en lo actoral) y cumplió con la difícil aria en cuestión, no termina de entusiasmarle su voz dúctil pero de pequeño volumen, ni menos el exceso de vibrato. Al margen de que los aplausos se los robara Lekhina, sin dudas si hay que destacar a alguien, es necesario referirse especialmente a dos nombres. En el rol titular y debutando en Chile, Christine Goerke fue excelente como actriz y cantante, convincente como divertida prima donna (su gestualidad facial y sus movimientos revelaron a una excelente comediante) y a la vez exhibiendo un material contundente y voluminoso, sin complicaciones de registro y resolviendo sin dificultades las extensas líneas de canto que exige su rol; por su parte, en el papel del Profesor de música, aunque su aparición es breve y está restringida al prólogo de la obra, Leonardo Neiva reafirmó la estupenda impresión que ha dejado en sus anteriores incursiones en el Municipal (con Los pescadores de perlas, I pagliacci y Thais), a pesar de su juventud poniendo su bella y bien timbrada voz al servicio de un personaje que habitualmente suelen abordar colegas maduros o incluso al borde del retiro. Del resto del elenco, es necesario reconocer que la mezzosoprano alemana Gundula Schneider realizó una entregada labor interpretando al Compositor, pero de todos modos lamentablemente le faltó volumen y fuerza para hacerle total justicia a este rol intenso y bello a pesar de lo poco que aparece en escena. Y en otro rol exigente e incluso ingrato si consideramos que no interviene demasiado en la obra, el tenor Richard Cox -quien debutara hace dos años en el Municipal cantando en Lady Macbeth de Mtsensk- abordó la inclemente tesitura de Baco con valentía y convicción, sin brillar pero de todos modos cumpliendo con las demandas del personaje. El extenso elenco de secundarios estuvo muy bien, destacando las ninfas (Pamela Flores, Evelyn Ramírez, Andrea Aguilar) y muy particularmente los comediantes italianos que interpretaron Patricio Sabaté (Arlequín), Gonzalo Araya (Scaramuccio), David Gáez (Truffaldino) y Leonardo Pohl (en un doble cometido, como Brighella y el amanerado maestro de baile del prólogo), quienes incluso debieron realizar hilarantes coreografías de evidentes guiños a ritmos contemporáneos. El actor Romanus Fuhrmann fue un divertido y muy adecuado mayordomo de mayor protagonismo que lo habitual (incluso era el encargado de correr el telón al final de la obra), mientras al frente de la Orquesta Filarmónica su titular Rani Calderón volvió a mostrarse tan eficiente como siempre, pero aunque la agrupación (reducida a sólo 37 músicos, como exige la partitura) sonó muy bien, como ya le ha ocurrido en otras ocasiones una vez más el director no consiguió profundizar demasiado en la belleza y trascendencia de esta música, limitándose a una lectura correcta y superficial, que de todos modos tuvo hermosos momentos, pero en la que se extrañó un mayor balance sonoro entre el foso y los cantantes. De todos modos, sin dudas esta Ariadna en Naxos fue un atractivo espectáculo, y una excelente manera de presentar al público chileno esta obra que sigue fascinando y divirtiendo a los espectadores contemporáneos.
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