Foto: Cortesía Difusión Cultural UNAM
José Noé Mercado
Se limita quien piensa sólo en una historia de fantasmas al referirse a The Turn of the screw (Otra vuelta de tuerca), la novela corta de Henry James publicada en 1898, en la que Benjamin Britten y su libretista Myfanwy Piper se basaron para la ópera homónima que habrían de estrenar en 1954. Lo que distingue a este relato de la avasallante producción gótica europea y norteamericana del siglo 19 es la prosa elegante y limpia de ese James aún exento del barroquismo que acusan sus obras finales, un agudo entramado sicológico que condiciona magistralmente la personalidad de sus personajes y, sobre todo, la puesta en escena de sus teorías sobre el uso de la perspectiva y el punto de vista en una narración para conocer la veracidad, mentira o ambigüedad de los hechos que forman una historia.
Es a partir de esa esencia que The turn of the screw y sus adaptaciones: la operística de Britten y los numerosos filmes, entre los que destacan The innocents de Jack Clayton de 1961 protagonizado por Deborah Kerr, el de Rusty Lemorande de 1991 y el de Tim Fywell de 2009 para la BBC de Londres, admiten interpretaciones como una trama sobrenatural de fantasmas, un perverso episodio de abuso, represión sexual y pedofilia, una historia de mentiras, demencia y horror sicológico o, sorprendentemente, como nada de lo anterior.
Y es que justamente los detalles que el espectador va conociendo a lo largo de la obra hacen que la certeza que ya tiene respecto de lo ocurrido mute, dé múltiples giros de tuerca dependiendo de las perspectivas que se van explorando y embonando y al final no se tenga sino impresiones, dudas y ambigüedades que modelan la riqueza de contenido de esta obra. Riqueza que los pasados 13 y 14 de agosto, en la sala Miguel Covarrubias del Centro Cultural Universitario, en el estreno en México de The turn of the screw, la ópera en un prólogo y dos actos de Benjamin Britten, no se extrajo del todo.
Para tal suceso, se contó con la batuta de Jan Latham-Koenig al frente del Ensamble Filarmonía, con gran sentido del ritmo dramático, la musicalidad y las texturas exploradas en las variaciones desprendidas del tema principal. En el rubro canoro, sobresalieron el tenor Samuel Boden como el Prólogo y Peter Quint, con una voz bien colocada, segura, clara y expresiva; y la soprano de 17 años de edad Erin Hughes, quien interpretó con bello lirismo e ingenuidad vocal a Flora. En segundo plano, la también soprano Fflur Wyn, quien encarnó a la Institutriz, mostró una emisión con musicalidad, pero delgada, de volumen de cámara más que teatral y de una fragilidad creciente. El niño soprano Leopold Benedict de 14 años de edad si bien mostró conocimiento de la obra y siempre mantuvo la afinación, dejó la impresión de que el rol de Miles no le resultó cómodo, ante un no muy lejano cambio de voz. La mezzosoprano Encarnación Vázquez y la soprano Lourdes Ambriz fueron las cantantes mexicanas que completaron el elenco como la Señora Grose y la Señorita Jessel.
Pero la buena imagen sonora que dejó Latham-Koenig contrastó con la puesta en escena de Michael McCaffery y la iluminación de Víctor Zapatero, ya que se optó por una sugerencia escenográfica lúgubre y opresiva, sin la dinámica de colores, de noche y día, tan importantes en James como en el propio Britten, para impactar en el ánimo y actuar de los personajes. El montaje también ignoró lo que James llamaba “síndrome del terror a la luz del sol”, justo esa realidad sicológicamente fantasmal que surge de la fusión de lo inimaginablemente terrible y lo completamente ordinario. A juzgar por la escena y el trazo de los personajes, la tuerca no giró. Se trató de hechos obvios, de una lectura simplista, sin ambigüedades ni riqueza interpretativa o, para referirse de algún modo a fantasmas en camisón y con ojeras, de una concepción gasparinesca, lejos de esa idea del escritor Peter Straub que dice que las historias de horror funcionan mejor “cuando son ambiguas, discretas, contenidas”.
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