Eduardo Andaluz
Comenzó una
nueva temporada de la Ópera de Seattle (el único teatro estadounidense que
inicia sus actividades en el mes de agosto) y lo hizo ofreciendo, en solitario,
I Pagliacci, celebre título del compositor napolitano Ruggiero
Leoncavallo; en una función que más allá
de que el teatro haya indicado que su escasa hora y treinta minutos de duración
es suficiente para transmitir la teatralidad, la magia y la intensidad del verismo
italiano, quedó una sensación de insatisfacción y vacío entre los melómanos
presentes, de que se ofreció muy poco representarse sin su complemento,
Cavalleria Rusticana de Mascagni. Hace varios años que asistí por última vez a
una función aquí, y desde hace algunas temporadas, imagino como como efecto post-pandemia, uno de los teatros importantes de Estados
Unidos, un bastión de las óperas de
Wagner y Strauss en Norteamérica, ha adolecido de interesantes y atractivas elecciones
de títulos, y de la ausencia de importantes nombres de cantantes y directores
de la lírica, que visitaban esta ciudad frecuentemente. De esta nueva temporada, me entusiasma especialmente
la oferta -aunque en versión concierto – de la poco presentada grand-opera
Les Troyens de Berlioz y el anúncio de la llegada el próximo mes, del director
de escena James Robinson, quien después de más de quince años al frente
del teatro Opera Theatre de Saint Louis, asumirá la dirección artística de
Seattle, esperando que pueda devolverle la grandeza de épocas pasadas a este
escenario. Enfocándome solo en Payasos, alguna vez leí una definición, con la
que concuerdo, que la describía como una mezcla de amor, obsesión, muerte y
notable música orquestal en escena. Algunos de esos elementos estuvieron
presentes en esta ocasión comenzando con la segura y elocuente conducción del
maestro italiano Carlo Montanaro, quien sacó adelante la función acentuando los momentos de
júbilo, tensión, zozobra e inquietud que transmite la orquestación. Con buen pulso, y dinámica, adecuada para el verismo,
extrajo cohesión y conexión de los instrumentas de la orquesta quienes entregaron
una óptima interpretación musical desde el foso. La puesta en escena, situada en Italia
alrededor de los años 40 del siglo pasado e ideada por Steven C. Kemp (se
complementó con los adecuados vestuarios
de Cynthia Savage e iluminación de Abigail Hoke-Brady) aunque
ocupaba más espacio del necesario, conteniendo una enorme escalera que dificultaba
los movimientos de los cantantes, coro,
comparsas y figurantes, hizo que surgiera la imaginativa mano del director de
escena Dan Wallace Miller quien logró desenmarañó los retos de la puesta
y de la trama logrando que no decayera el entusiasmo y la energía de los
artistas principales, con un trabajo puntual y cuidado en los momentos más
violentos e impulsivos, del personaje de Canio, a quien el tenor mexicano Diego
Torre, dotó de profundidad y sentimiento y mesurada pasión. Vocalmente se
notó su instrumento con cuerpo, sustancia y seguridad -en su registro agudo- con
buena proyección. Queda como constancia
su gustada y aplaudida interpretación del aria “Vesti la giubba”. Agradó convenció y sedujo la Nedda de la
soprano cubanoamericana Maria Conesa, en su debut escénico americano ya
que su carrera la ha realizado en Europa.
Se vio una actriz desenvuelta, dentro de su papel, atractiva y deseada
en escena, y con exuberante brillo y color en su canto. El barítono Michael
Chioldi como Tonio, cantó voz
potente algo destemplada, además del
correcto Beppe del tenor John Marzano y el barítono Michael J. Hawk como
Silvio, completaron el grupo de solistas. Una mención merece el coro de la Ópera de
Seattle, que dirige Michaella Calzaretta, muy profesional y notable en
su interpretación del coro delle campane (de las campanas).