Foto: Ópera de Bellas Artres / INBA
José Noé Mercado
No debería confundirse el beneplácito, el placer y
el motivo celebratorio que representa la asistencia a una de las obras maestras
del repertorio operístico de todos los tiempos, con la búsqueda y pretensión
del aplauso fácil, automático y efectista de una programación obvia, carente de
una verdadera curaduría artística que realmente pueda ubicarse a la altura de
esos grandes títulos de melodías inolvidables, líneas vocales virtuosas y, en
general, pasajes músico-dramáticos por los que el suspiro del público se sigue
contrayendo una y otra vez. Porque no. No es
lo mismo. Lo primero —la recurrencia a un repertorio bello pero manido—, no
equivale a éxito, ni a logros presumibles. El aplauso no siempre significa
triunfo. Puesto que nada despierta más simpatía que el confort de la
mediocridad. En ese contexto,
la Ópera de Bellas Artes —OBA— reanudó su Temporada 2016 —la correspondiente a
la segunda parte del año— con la célebre Carmen (1875) de Georges Bizet (1838-1875) que cuenta con libreto en francés de
Ludovic Halévy (1834-1908) y Henri Meilhac (1831-1897), con tres funciones
presentadas en el Teatro del Palacio de Bellas Artes los pasados 22, 25 y 27 de
septiembre. Para el rol
protagónico de la cigarrera y contrabandista gitana se importó a la
mezzosoprano Ginger Costa-Jackson, una cantante de bellísima presencia escénica
de origen italiano, ciertamente seductora y carismática y no sólo en el teatro
—¿cuántos integrantes de la comunidad lírica mexicana la habrán agregado en
Facebook arrojados por inocultable entusiasmo y fascinación?—, pero con una voz
de coloración desigual, no del todo propicia para cultivar la sinuosa línea
lírica y el arrobamiento melódico, que va del opulento y patinado registro
grave, hasta un descolorido agudo de tintes sopraniles donde el volumen se
pierde, pese a metálicos acentos no libres de guturalidad, y a un estilo que si
bien se acerca al delicado y expresivo estilo francés se contamina de diversos
manierismos jazzeados. Su aproximación al
personaje, energética y entregada, podría estimarse elemental, sin capas de
personalidad más que la epidérmica, levantándose la falda y mostrando las
enaguas a la menor oportunidad, abriendo las piernas, buscando armar un
sándwich con hombres cualquiera en el que ella era el fiambre, como si la
complejidad psicológica y temperamental de Carmen fueran más la de una puberta
ninfómana no atendida, acomodándose los pechos y moviendo el trasero para
agradar hasta la caricatura, que el de una mujer capaz de entregar su vida y
destino al ejercicio y defensa de su libertad femenina, incluida la sexual,
pero no limitándola a ella. El tenor
chihuahuense José Luis Ordóñez ofreció un Don José decidido en su entrega, pero
limitado de voz, empujando para subir al agudo, que a veces salía bien y en
otras llegaba la estridencia u optaba por el falsettone, todo lo cual sacrificó en innumerables ocasiones la línea de canto. Su
actuación fue algo ingenua pese al esfuerzo, pues el empeño quedaba en acciones
poco creíbles, como los combates escénicos del segundo y tercer actos
exhibieron. El barítono veracruzano Genaro Sulvarán mostró su
experiencia no sólo en el rol, sino en general en su desempeño canoro, sin ir
más allá de lo que el estado de sus facultades podía aconsejar. No corrió
riesgos y cumplió. También para destacarse la Micaela de la soprano Marcela
Chacón —de un canto de naturaleza bella y refinada, de frases largas emotivas,
pese al agudo que se le descolocó al coronar “Je dis que rien”— y la Mercedes
de la mezzosoprano Oralia Castro, en rigor más Carmen que muchas de sus colegas
de cuerda. La puesta en
escena presentó problemas de raíz, pues la directora contratada originalmente,
Iona Weissberg —que en el programa de mano conserva el crédito de concepto
teatral, con lo que ello pueda significar—, fue sustituida por Lepoldo Falcón,
quien a menos de dos semanas de hacerse cargo de la encomienda no sólo no tuvo
tiempo de plantear un concepto propio, sino que tuvo que desandar muchas
ocurrencias y pasos escénicos heredados por Weissberg. El trazo
desaseado, aún así, no consiguió del todo librarse de torpezas, como estorbarse
y cubrirse entre los diferentes grupos —los militares con el coro de niños o
con el pueblo—, el descuido de los ejes visuales —en la taberna de Lillas
Pastia las bailarinas ofrecen sus artes andaluzas en la derecha del escenario,
hacia el público, y en la izquierda los gitanos, también viendo hacia el
público, aplauden extasiados el espectáculo como si pudieran verlo—, o un
delineado de actuaciones más que laxo. La escenografía de
Adrián Martínez Frausto si bien no podría presumirse que buscaba afanes
estéticos o conceptuales, sí tuvo la virtud de ser funcional. Algún muro,
cierta puerta, un claro entre bastidores y alguna buena luz en el ciclorama
simulando la noche en las montañas, dieron un marco a la historia; no muy
vistoso aunque seguramente con el agregado de que podría ir a otros teatros de
la república sin problemas para integrarse a casi cualquier propuesta, si fuera
el caso. La lectura de Srba
Dinić al frente de la Orquesta del Teatro de Bellas Artes fue, como pocas
veces, irrelevante. No fue decisiva la música ni para bien, ni para mal, con el
denominador común de un montaje en estricto sentido grisáceo. Se extrañó, si
acaso, el colorido orquestal de Bizet y el expreso romanticismo de las
emociones vivas que llevaran al filósofo del martillo Friedrich Nietzsche a
oponer en el discurso, no sin malicia, la dionisíaca, soleada y chispeante Carmen bizetiana al nebuloso y emasculado universo wagneriano. A sus 141 años, la Carmencita cosecha aplausos y sigue dando de qué hablar. La OBA, por otra parte, en su
temporada 2016 da para hablar, pero de una imprecisa ablación.