Iván Martínez / Confabulario
Desde siempre, con
cierta periodicidad, se ha dado un debate público alrededor de una cuestión muy
general que paradójicamente, no admite generalidades: el poder político y los
artistas. No que debamos obviar que cada personaje necesite un estudio particular,
sino que los matices de las respuestas pueden variar tanto como varíe la
posición de los sujetos: la postura que tenemos asumida quienes cuestionamos y
la posición –hay que admitir, a veces obligada– del artista. Hay, también,
valores morales y cívicos que pueden o haber cambiado en el transcurso del
tiempo en ciertas sociedades o haber permanecido inermes en otras: no puede
medirse con la misma vara la Cuba de Reynaldo Arenas y la de Bola de Nieve, tan
disímbolas a pesar de haberla compartido, que la comodidad hollywoodense de
Gustavo Dudamel con la Caracas de los profesores acosados en las facultades de
música
Los
críticos solemos acudir, como justificación por cuestionar la inmoralidad de
ciertas posiciones, al mito aquel que envolvería a los artistas, por alguna
razón con más fuerza en la música clásica, con un halo de pureza que los aleja
de todo mal, purificados desde una posición divina por los Mozart y los Brahms.
Nos equivocamos porque debiéramos ser más claros: se está utilizando al arte
para legitimar regímenes atroces. Y se hace conscientemente.
La soprano Anna
Netrebko, que ofreció una gala en el Palacio de Bellas Artes es un ejemplo de
ello. Cómplice, a veces en voz alta y en ocasiones desde un silencio aterrador
con intentos tardíos de expiación, del presidente ruso Vladimir Putin. Su más
reciente episodio público fuera de los escenarios tiene que ver con dinero y
apoyos ofrecidos a los rebeldes en Ucrania, en un acto con fotografías
sosteniendo su bandera; lo que luego –con la torpeza de sus publicistas–
negaría aludiendo ignorancia.
¿Puede separarse
esto de su personalidad? No lo creo. No solo porque en el pórtico de Bellas
Artes se haya visto un par de cartulinas de protesta como ya se esperará en
cualquier presentación suya, sino porque quienes asistamos, en mi caso
permitiendo guardar en casa la objeción de conciencia, lo tendremos presente
desde que cante su primera nota y aun cuando desde ésta demuestre por qué
occidente la sigue perdonando.
Para la primera parte,
la soprano eligió dos arias del repertorio verdiano con el que mejor se adecua
este momento de su voz: la “Nel dí della vittoria… vieni,
t’affreta!… or tutti sorgete”, de Macbeth, y la “Tacea
la notte placida… Di tale amor”, de El
Trovador. Dos arias demandantes en fuerza y virtuosismo vocal, pero
sobre todo de búsqueda actoral a la que, como pocas cantantes hacen en una
gala, acudió con garra; quizá porque es inevitable para realizar la hazaña
musical con determinación. Incisiva, de largos fraseos y una voz
extraordinariamente manejada en todos sus matices, categórica en sus fortes,
delicada en suspianissimos.
Cuando por
exigencia, o por necesidad, figuras como ella tienen que alternar con pares que
resultan dispares, los resultados son impredecibles. Puede suceder que la
figura se rebaje al nivel de sus alternantes, como pasó hace unos días en este
mismo recinto, puede suceder que sólo se evite opacar al estelar, resultado
casi siempre de una exigencia, o puede ocurrir un milagro, por un sentido de
obligación o de sobresalir, en el que los acompañantes ofrezcan la mejor
actuación de su carrera. Esto último ocurrió con la Orquesta del Teatro de
Bellas Artes y su director Srba Dinic.
Con la soprano al lado,
Dinic no solo se dio el lujo de explotar el más amplio sonido de este ensamble,
regodeándose en los incisos meramente orquestales y atendiendo detalladamente
la dramaturgia musical de cada inciso que acompañó, sino que trabajó
cuidadosamente los rangos de cada sección: la cuerda uniforme, con sonido
vasto, una redondez exquisita de las maderas (mención especial a los solos en
las oberturas verdianas al clarinete de Martín Scalona), buena pronunciación de
los metales, y hasta una articulación menos grotesca a la acostumbrada por su
arpista.
No
puede decirse lo mismo del alternante vocal, Yusif Eyvazov, pareja sentimental
de la soprano. Este tenor, a quien habría que clasificar como melodramático
manierista por las
cualidades de su canto y presencia, no solo ofreció el inciso menos
sobresaliente, el aria “Oh! Fede negar potessi…” de la verdiana Luisa Miller, sino
que a su lado durante dos duetos, Netrebko hubo de bajar a su nivel para
cuidarlo, aunque para eso restara sonoridad y color a su propio canto.
Con
canto excepcional, la soprano ofreció durante la segunda parte incisos más
líricos, como la “In quelle trine morbide” de la Manon
Lescaut de
Puccini, pero igualmente dramáticos, como “La mamma morta”de
la Andrea Chénier de Giordani, aria que –no hay duda- ha
encontrado en ella a su mejor exponente después de la interpretación
paradigmática de María Callas, y emotivos, como la “Ecco!
Respiro appena…” de
la Adriana Lecouvreur de Cilea