Foto: Arturo Márquez
Por José Noé MercadoA ningún melómano escapa la noción de que dos obras principales sintetizan el catálogo sinfónico mexicano, bien por su éxito y popularidad; acaso por su constante programación en salas de concierto, nacionales e internacionales; o de plano por su uso publicitario y propagandístico para anuncios comerciales, fiestas patrias y como representación misma del rostro nacionalista de nuestro país: Huapango (1941) del jalisciense José Pablo Moncayo (1912-1958) y Danzón No. 2 (1994) del sonorense Arturo Márquez (1950), quien el 20 de diciembre de este pandémico 2020 cumplió 70 años de edad. En ambos casos, esa consagración en el espectro musical clásico proviene del ámbito popular y, no menos importante, del terreno bailable. Quizá por ello algunos aficionados al arte sonoro miran estas piezas con cierta extrañeza, con ceja arqueada, y se reservan para repertorios, en apariencia, más profundos y elitistas.
Lo cierto es que las orquestas más relevantes del planeta han interpretado este par de obras y así confieren un prestigio inocultable a sus compositores, lo que les mantiene vigentes, actuales y frescos al oído de los degustadores musicales de cualquier edad o estirpe. De hecho, Huapango y Danzón No. 2 suelen brindarse no como contenido anunciado en los programas de conciertos, sino que pertenecen a ese conjunto elegido de encores con el que se corona una función sinfónica, a esos regalos ofrecidos para agasajar y agradecer al público y que a la vez permiten el lucimiento y gozo interpretativo. Aunque, desde luego, los autores de estas afamadas obras son también creadores de catálogos más amplios, cuya solidez y calidad ciertamente florece a la sombra de la luminosidad de sus piezas referenciales.
En el caso de Arturo Márquez, Premio Nacional de Bellas Artes 2009, su abanico sonoro comprende otros ocho danzones, títulos sinfónicos, conciertos, música para cine, obras para conjuntos de cámara, cantatas e incluso la reconstrucción que realizó de la orquestación del segundo acto de la ópera Atzimba (1900) del compositor duranguense Ricardo Castro (1864-1907), reestrenada en el Teatro del Palacio de Bellas Artes en 2014 —luego de medio siglo de su más reciente presentación—, por la Compañía Nacional de Ópera. Pero, sobre todo, Arturo Márquez es autor de un lenguaje que se nutre de géneros y colores latinoamericanos para alcanzar una voz propia y distintiva, rítmica, sensual y preñada de idealismo, de una épica bailable: es el creador de una sonoridad inconfundible.
Composición
Como el doctor y cantante Alfonso Ortiz Tirado y la actriz María Félix, Arturo Márquez nació en el pintoresco pueblo de Álamos, Sonora. Creció en el marco de esas calles empedradas o adoquinadas, cuando no abiertamente terrosas, de aire tranquilo y colonial fronterizo. La música de algún piano sonaba detrás de los balcones, más que como un rumor, como una certeza de aquellas casas y callejones con innumerables arcos y leyendas fantasmales; llegaba en formato de banda o mariachi en los pasadizos, la Alameda y otras plazas públicas. Márquez, el mayor de 9 hermanos, quería ser músico a semejanza de su padre, mariachi y carpintero. Pero para su madre no era la mejor opción, sobre todo porque no quería ver a su hijo en ese ajetreo de la infaltable bohemia donde corre la música.
Pero el entusiasmo y la pasión se impusieron, sin demasiado esfuerzo. Arturo Márquez comenzó su carrera musical a los 14 años de edad, cuando la familia se había mudado a los Estados Unidos. Desde los 6 años y hasta los 18, vivió entonces en Los Ángeles, California. Regresó a su pueblo natal, temeroso de la guerra de Vietnam, pero ya con una vocación clara que no abandonaría hasta el momento: la música. Ya tocaba el violín, el trombón, la tuba, la guitarra, pero su sueño era el piano. Luego de dos años en Álamos, se trasladó a la Ciudad de México para ingresar en el Conservatorio Nacional de Música. Ahí lo miraron con extrañeza, porque ya no tenía la edad temprana promedio para iniciarse en el instrumento deseado. Se inscribió, entonces, en la carrera de Educación Musical; sin embargo, fue reprobado en piano.
Lo mismo le ocurrió en el Conservatorio de París, cuando gracias a una beca se aventuró a trasladarse a Francia. Más allá de ese rechazo, aprovechó la oportunidad para complementar con el maestro Jaques Castérède la formación musical que en México había iniciado con Carlos Barajas, José Luis Alcaraz, Joaquín Gutiérrez Heras, Héctor Quintanar, Raúl Pavón y Federico Ibarra. Para entonces tenía algunas canciones escritas y varias piezas para piano solo. Su idea original de ser arreglista se había transformado y se afianzó en la composición cuando llenó lo que él consideraba lagunas; asignaturas como armonía, solfeo y orquestación, arte en el que destacaría por su elegancia y contundencia.
Como orquestador, las dotes de Arturo Márquez son significativas y elocuentes. Su capacidad para lograr fuerzas expresivas arrolladoras, combinadas con cambios de tiempo y texturas provenientes de instrumentos particulares como el güiro, el arpa, las claves o el pandero, le dan una transparencia melódica seductora y, en no pocas ocasiones, hipnótica.De regreso en México, luego de dos años en el país galo, estuvo en el Centro Nacional de Investigación, Documentación e Información Musical Carlos Chávez (Cenidim) lo que sin duda ha complementado su perfil académico, pero a los 29 años de edad volvió a Estados Unidos. Esa vez al Instituto de Artes de California, como becario de la Fundación Fullbright
Ahí estudi.ó con Morton Subotnick, Mel Powell, Stephan “Lucky” Mosko y James Newton. Una faceta no muy conocida del autor de Danzón No. 2 es que durante esos inicios de la década de los 80 sentía una gran atracción por el mundo contemporáneo del arte y la interdisciplina; en específico, por la música electrónica y experimental en la que no tardó en incursionar.También se sentía atraído por el jazz, la world music y la danza. Y por el danzón.
Síntesis
El ritmo y la sensualidad de ese género musical se volvió una definitoria frecuencia expresiva para Arturo Márquez cuando conoció los salones de baile. Danzón No. 1 lo hizo sin haber asistido —y se nota— a uno de esos salones donde la música de Acerina y su danzonera y otras agrupaciones cobraban forma en las parejas de baile. Todo cambió con Danzón No. 2, una obra por encargo de la Orquesta Filarmónica de la UNAM, que desde su estreno ha sido dirigido por figuras de la talla del venezolano Gustavo Dudamel, para no ir muy lejos, una de las celebridades mundiales de la música clásica actual. Márquez se dio cuenta de que componía un danzón sólo hasta que descubrió sus características plasmadas en la partitura. Su vena musical se había transformado con el salón y con el cultivo de ese género de contacto íntimo y a la vez estético a través del baile.
El ansia de experimento sonoro del mundo contemporáneo dejó lugar a la música tonal; volvió sin reparos y con fortuna a esa entraña modal, al ritmo, al sonido popular, que además estaba impregnado de simpatía y solidaridad con el movimiento zapatista de aquellos años. Si bien Arturo Márquez no es propiamente un activista y su música mucho menos podría catalogarse de esa manera, en su obra puede encontrarse el idealismo por la justicia indígena y de una nación (Juárez a Maximiliano), por la épica de personajes históricos como Emiliano Zapata (La leyenda de Miliano), por la lucha sin violencia de Mahatma Gandhi, por la igualdad de derechos de Martin Luther King (Sueños) o por el anhelo de paz en el mundo (Alas [A Malala]).
Además del danzón, Márquez ha incursionado en otros géneros caribeños como la conga y la cumbia, en singulares síntesis donde la sensualidad del baile, el aire nostálgico de los salones y el corazón popular laten inyectadas de cierta esperanza de naturaleza rítmica. Y se amalgaman con el mundo clásico de las formas, técnicas, colores y texturas sonoras. La acogida del público es tan notable a su obra, que incluso puede afirmarse que cubre al personaje, aun cuando suba con cierta frecuencia a dirigir alguna de sus piezas, en su faceta como director de orquesta, o suela ser objeto de homenajes y reconocimientos diversos en instituciones o medios de comunicación.
La obra de Arturo Márquez se toca en todo el mundo, por infinidad de orquestas y conjuntos musicales de dotación disímil. Se interpreta incluso en transcripciones múltiples para instrumentos solos: piano, arpa, metales, balalaikas; para banda, para compañías de danza. En el catálogo de Arturo Márquez hay, como punto de partida, pasión. Vigor. Placidez elegante de las cuerdas; sinuosidad seductora de las maderas; ritmo inagotable en las percusiones; agrestes cruces del destino humano en los metales. Y, sobre todo, una nostálgica intimidad que se remece hasta estallar como un orgasmo sonoro, extrovertido en el público que así también lo comparte.
¡Cuánta vida a los 70 años de edad!