Fotos: Marcela González Guillen.
Joel Poblete
Es curioso como al tiempo que recientes
producciones de óperas tan populares en el repertorio como Las bodas de Fígaro,
Don Giovanni y Tosca no han conseguido el consenso y entusiasmo del público y
la crítica en lo ofrecido últimamente en el Teatro Municipal de Santiago, sean
los estrenos en Chile de títulos del siglo pasado, menos "clásicos" y
masivos y en buena medida más complejos y demandantes, los que han obtenido
resultados más contundentes y memorables. Así ha ocurrido por ejemplo en las temporadas
líricas de la última década con partituras como Ariadna en Naxos en 2011, Billy
Budd en 2013, The Rake's Progress en 2015 o Auge y caída de la ciudad de
Mahagonny en 2016. Y así acaba de pasar con Lulú, de Alban Berg, uno de los
trabajos fundamentales en el repertorio operístico del siglo XX, que al fin
tuvo su debut en ese país durante los últimos días de agosto, como cuarto
título de la temporada lírica 2018 del Municipal. Y no es un mérito menor: por
sus demandas musicales y escénicas, a pesar de su importancia, esta pieza no es
fácilmente "digerible" para el espectador tradicional -para el cual
la experiencia puede no sólo ser ardua y agotadora, sino además casi una
tortura- y no se representa tan a menudo como se podría esperar; sin ir más lejos,
en Sudamérica sólo se ha ofrecido en Argentina, en el Colón de Buenos Aires (en
1965 y 1993) y hace apenas seis años en Brasil, en el Teatro Amazonas de
Manaos. A 18 años del debut en ese mismo
escenario de Wozzeck, la otra ópera del compositor austriaco, Lulú llegó al
Municipal precedida por muchas expectativas. Y este montaje del Municipal no
sólo las superó, sino además a mi juicio en lo musical y escénico y
considerando las enormes dificultades de montar un título como este, es una de
las producciones de ópera más atractivas y elaboradas que se han ofrecido ahí
en mucho tiempo. Lo escénico corrió por
cuenta de la régisseur francesa Mariame Clément, quien desde 2004 ha estado
dirigiendo producciones en escenarios tan reconocidos como la Ópera de París,
el Festival de Glyndebourne y la Royal Opera House. Debutando en una obra tan
difícil y compleja como Lulú, que además de tener distintas capas, matices y
detalles para ser interpretada, tiene una considerable extensión, una
dramaturgia intermitente y a menudo confusa y diversos cambios de escena, el
trabajo de la directora fue muy atractivo, si bien hubo críticos que opinaron
que la puesta fue "convencional" y que le faltó "intensidad
teatral".
Los movimientos escénicos fueron fluidos, con buen trabajo
actoral de los cantantes, los cambios de escenografía dinámicos, y el concepto
mismo resaltó con su tránsito entre la estética de circo, lo sórdido y
patético, la comedia de situaciones, la parodia en la fiesta en París donde los
invitados parecen simios, la no inclusión de una película en el interludio de
la "música de cine" y la idea de reemplazar el retrato de Lulú por la
célebre y controvertida pintura de Courbet "El origen del mundo", a
modo de símbolo de cómo la protagonista es vista y representada por los hombres
que la rodean. Fue muy valioso que una obra como esta, con una protagonista que
puede encarnar tantos aspectos del universo femenino que justo en estos tiempos
actuales se están revisando, revisitando y reinterpretando, haya tenido un
montaje precisamente a cargo de una mujer. En la entrega de Clément, con la complicidad del chileno Ricardo Castro
en la iluminación, destacó especialmente el talento de la diseñadora alemana
Julia Hansen, quien además de un logrado y variado vestuario desarrolló una escenografía
efectiva y que contribuyó a los distintos ambientes, desde los interiores en
habitaciones amobladas hasta la desoladora escena final, pasando por una
gigantografía de la sala del propio Municipal, casi a modo de "teatro en
el teatro" o una suerte de espejo que involucraba al público en lo que
estaba aconteciendo en el escenario. Y por supuesto, los elementos circenses y
de pantomima, muy bien apoyados por los actores figurantes y comparsas a través
de movimientos coreográficos a cargo del director del Ballet Nacional Chileno,
BANCH, el francés Mathieu Guilhaumon. Por otro lado, uno de los grandes
atractivos que tendría originalmente el estreno local de esta ópera era el
regreso al foso orquestal del Municipal del Premio Nacional de Música de Chile 2012
Juan Pablo Izquierdo, quien aunque en los últimos años ha vuelto a dirigir a la
orquesta de la que fuera titular en los años 80 y en la que actualmente es
director emérito, la Filarmónica de Santiago, no había dirigido una ópera en
ese escenario desde 1984. Y considerando la destacada labor que ha cumplido en
su carrera difundiendo la música contemporánea, que volviera a dirigir un
título lírico ahí y se tratara de la primera Lulú de su ilustre trayectoria,
parecía indudablemente prometedor. Pero por problemas de salud el ya
octogenario maestro debió abandonar el proyecto luego de un intenso período
previo de preparación y ensayos, y por eso no queda más que elogiar el logro
del director residente de la Filarmónica, el maestro chileno Pedro-Pablo Prudencio,
quien asumió el inmenso desafío de abordar la partitura a menos de tres semanas
del estreno.
Si bien Izquierdo pudo preparar a los músicos en el tiempo previo,
no dejó de ser casi titánico el desafío de Prudencio; abordando una partitura
de tremenda exigencia, extensa, con contrastes sonoros y abruptos giros
armónicos, el director y la Filarmónica obtuvieron uno de sus más completos
desempeños del último tiempo. En lo que
respecta al elenco, estuvo encabezado por la soprano estadounidense Lauren
Snouffer debutando en el rol titular, donde además de su físico atractivo muy
adecuado al rol y buenas dotes escénicas lució una voz atractiva y bien
dispuesta a las enormes demandas de Lulú, que incluyen repentinos ascensos al
agudo, variedad de estilos y la transición entre el canto y el diálogo hablado.
Quizás fue más cándida y menos expresiva que lo habitual en este papel, y por
supuesto que al ser su debut, aún hay detalles que la cantante deberá ir
desarrollando y perfeccionando, pero para ser su primer abordaje en este
titulo, su desempeño fue totalmente digno de aplausos. El resto del reparto internacional estuvo muy
bien cubierto por intérpretes como la mezzosoprano Michaela Selinger como la
condesa Geschwitz, el tenor alemán Benjamin Bruns como Alwa, la mezzosoprano
estadounidense Rebecca Jo Loeb (como la camarinera, el estudiante y un criado),
el tenor coreano Robin Yujoong Kim como el pintor y el "negro" de la
última escena. Destacaron especialmente el bajo germano Jens Larsen, de
imponente presencia y buena expresión vocal, en el muy particular papel del
anciano Schigolch, y el bajo-barítono argentino Hernán Iturralde, quien como en
anteriores actuaciones en el Municipal, casi siempre en roles en óperas del
siglo XX, se confirmó como un excelente cantante y dúctil actor, asumiendo
ahora los roles del domador de animales que abre la partitura, y además el
atleta. En cuanto al barítono alemán
Stefan Heidemann, aunque le faltó mayor potencia vocal estuvo correcto en lo
actoral en dos personajes tan determinantes como el doctor Schön y la breve
intervención de Jack el destripador, pero lamentablemente tuvo problemas de
salud en dos de las cinco funciones, y si bien por deferencia al público igual
actuó en ambas, en la penúltima velada prácticamente se limitó a realizar
mímica en escena. Al menos logró recuperarse para la última... En los restantes
personajes, muy sólidos estuvieron ocho cantantes chilenos: el bajo-barítono
Arturo Espinosa, el tenor Gonzalo Araya, la soprano Carolina Grammelstorff, la
mezzosoprano Evelyn Ramírez, el bajo-barítono Francisco Salgado, el bajo Jaime
Mondaca, la soprano Cecilia Barrientos y el barítono Javier Weibel.