Foto: © Cory Weaver
Ramón Jacques
Die
Frau ohne Schatten, ópera en tres actos de Richard Strauss (1864-1949) con
libreto de Hugo von Hofmannsthal, sin duda una obra maestra de gran escala del
repertorio operístico, es rara vez representada por algún teatro, pero la Opera
de San Francisco la escenificó como parte de la temporada de su centenario, en
la cual la mayoría de los títulos programados se escucharon en la primera
temporada de la compañía o mantienen un vínculo especial con el teatro. En el
caso de esta obra maestra de Strauss tuvo su estreno estadounidense el 18 de
septiembre de 1959 en este importante recinto operístico californiano que es el
War Memorial Opera House. Un destacado y alentador dato comunicado por el
teatro, que demuestra el interés que puede generar un título de este calibre,
que fue visto aquí por última ocasión en 1989, es que, en base a la venta de
boletos a las cinco funciones ofrecidas por el teatro, asistiría público proveniente
de 46 estados del país estadounidense y de al menos 14 diferentes países. Richard
Strauss trabajó al lado del poeta y dramaturgo austriaco Hugo von Hofmadnnsthal
(1874-1929) en títulos como: Elektra (1909), Der Rosenkavalier (1911), Ariadne
auf Naxos (1919), en Die ägyptische Helena (1928) y en Arabella (1929) aunque
lamentablemente falleció mientras trabajaban en ella, dejando a Strauss a la
deriva; y obviamente en 1919 en Die Frau
ohne Schatten, que como alguna vez le expresara el propio Von Hofmansssthal
a Strauss, en la composición de esta ópera “estarían
creando la más hermosa de todas las óperas existentes”. Una idea que lo
fascinó mucho trataba sobre un mágico cuento de hadas en el que dos hombres y
dos mujeres se encontraban. Teniendo ambos la intriga y la curiosidad que les
había generado Die Zauberflöte de Mozart como modelo del cuento de hadas cantado
en alemán, se propusieron trabajar en una gran obra que contará con una intensa
acción intensa y carácter, aunque nunca imaginarían que su trabajo se llevaría
a cabo dentro del contexto de la primera guerra mundial, que para cuando la
obra se pudo estrenar en 1919 el mundo, y en especial el de ellos, había
sufrido una completa transformación. En la historia de esta obra, habría un
emperador y una emperatriz dentro de un cuento de hadas, donde esta última se
enfrentaría a una prueba para encontrar una sombra, lograr la fertilidad, y
aprender lo que es ser humano con valores como la espiritualidad, humanidad, la
maternidad, la reconciliación entre gobernantes con sus súbditos, y la fe redentora.
Fue este ambiente mágico y fantástico lo que inspiró al pintor y diseñador
inglés David Hockney (1937) a crear las
escenografías de este montaje, que ha sido una referencia (como durante muchos
años lo fue tambien su Turandot que circuló muchos años por diversos teatros).
Hockney, como pocos, ha sabido captar e imprimirle fuerza y expresividad a la
escena con su manejo brillante, principalmente de abigarrados tonalidades rojas
y azul. Sus cuadros, collages e instalaciones crearon mágicas y sugestivas
escenas de bosques, ríos y lagos, una mezcla moderna cargada de influencias de
culturas orientales, hindú o arábigas, como lo demuestran las coreografías de Colm Seery, los vestuarios de Ian Falconer y la iluminación de Alan Burrett. El concepto de Hockney, también encargado de
la dirección escénica, transcurre entre el mundo mágico y otro real, los cuales
se dividen por una enorme cortina que los separa y transportaba, a personajes y
espectadores entre esos dos ambientes. Un recurso algo rígido y anticuado,
aunque no se debe olvidar que el montaje data de 1992, cuando fue estrenado en
la Royal Opera de Londres (y repuesto en las óperas de Los Ángeles en 1994 y
2004 y en la de Australia en 1993). Al
presentar por primera vez aquí este concepto, San Francisco apeló a su carácter
clásico e histórico y a su relación con la ópera. Además, el teatro no escatimó
recursos colocando a 110 artistas en el escenario, y fuera de el: con 25
solistas, 54 coristas (de los cuales 42 cantaban desde la parte trasera del
escenario, los costados del teatro y desde los pisos más altos del mismo), un coro
de niños de 24 integrantes y 7 bailarines. De la misma forma, se contó con una
extensa orquesta de 96 músicos en el foso; además de trompetas, trombones y
percusiones fuera del escenario y en el segundo piso del teatro, creando un
efecto vocal y musical que no dejo indiferente o impasible al público
presente. El encargado de guiar el
espectáculo fue el legendario, Donald
Runnicles, dueño de este podio del 1992 al 2009 cuando ocupo su titularidad,
quien realizó una lectura homogénea y lucida de la partitura, atento a cada
detalle, y matizando con escrupulosidad cada pasaje de la partitura, desde los
momentos más radiantes y dramáticos, hasta los más tenues y suaves. Hubo momentos, en el segundo y tercer actos,
cuya elección de tiempos alargados y prolongados crearon un ligero efecto
abrumador y letárgico, que, aunque se mencione, no cambia el resultado final de
tan rica y compleja partitura, como el profesional e implicado desempeño de los
músicos de esta orquesta. El elenco
vocal contó con la dominante presencia de la soprano dramática Nina Stemme que dio vida al papel de
Die Färberin, que le valió recibir sobre el escenario una medalla de
reconocimiento del teatro por su trayectoria, y sus memorables apariciones en
este escenario. Stemme, sin duda una de las más influyentes cantantes en su
registro y repertorio, desplegó una voz suntuosa, colorida y amplia, que supo
gestionar y controlar tan bien en todos los registros que fue capaz de emocionar
en los pasajes más dramáticos, y de exhibir claridad y nitidez casi cristalina
en los momentos más conmovedores y sutiles de su papel. Escénicamente se mostró convincente y
desenvuelta, cantando un papel que estrenara en el 2019 en Viena, en el
centenario de la ópera, al lado de la soprano finlandesa Camilla Nylund en el papel de la emperadora Die Kaiserin, que en esta ocasión exhibió elegancia en escena y
buenas cualidades vocales, que fueron creciendo en intensidad a lo largo de la
función, para terminar, construyendo un personaje afable, afectuoso y
verosímil. La soprano Linda Watson,
oriunda de esta región, mostró una voz extensa, pero distó de ser la esperada
engañosa y manipuladora nodriza (Die Amme).
Sobresaliente fue el desempeño vocal y actoral exhibido por el bajo-barítono
danés Johan Reuter en el papel de
Barak; como notable fue el de tenor David
Butt Philip, voz no tan extensa pero rica y grata en su coloración. Buena
fue la aportación del resto de cantantes del extenso elenco, mencionando al
bajo-barítono Philip Skinner (Der
Einäugige) del tenor Zhengy Bai (Der
Buckligey) el bajo Wayne Tigges (Der
Einarmige) y a la soprano Olivia Smith
como la voz del falcón (Die Stimme des Falken).
Imprescindible y participativo fue el aporte del coro del teatro que
dirige John Keene y el infaltable
coro de voces infantiles.