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Edith Piaf |
José Noé Mercado / La Digna Metafora
Nació hace un siglo en París, un 19 de
diciembre, y falleció hace un poco más de media centuria. Su nombre era Edith
Giovanna Gassion, pero todos la adoraban con el nombre de Edith Piaf.
a Paulina Arancibia C-M, que no
necesitó de la Ciudad Luz para iluminar
Para una multitud de personas,
París bien valió una misa. La capital francesa, mucho más que una ciudad
cosmopolita y de rica historia geopolítica (ahora blanco del Estado Islámico, que
le ha declarado la guerra por cuestiones ideológicas, religiosas y
terroristas), fue durante algunos siglos sueño de aprobación irrenunciable para
artistas, desde el humilde más anónimo hasta el de mayor pretensión, etiqueta
complejísima de entregar; sus calles, centros nocturnos, cafetines y demás
atractivos de sitio, han sido escenario obligado para bohemios miserables,
idealizados amantes de novela o turistas que ansían delante de la Torre Eiffel
captar imágenes que avalen que han adquirido mundo.
Sin embargo, si hubiese que ponerle
rostro e identidad sonora a París, al menos en el referente colectivo y
mundial, podría evocarse el timbre sinuoso de un acordeón acompañado por las
teclas cristalinas del piano, quizás algunas cuerdas frotadas y unas más en
pizzicato, pero con una voz inconfundible: la de la cantante Edith Piaf (19 de
diciembre de 1915 – 11 de octubre de 1963).
Infancia es destino
Frente al número 72 de la rue de
Belleville, debajo de una farola, Annetta Maillard dio a luz aquel 19 de
diciembre de 1915 a Édith Giovanna Gassion. No pudo llegar al hospital y
enfrentó el parto sola, pues su esposo, el acróbata Louis Alphonse Gassion, se
había ido de parranda.
Ese fue el primer signo de una
infancia que sería destino para aquella niña que creció los primeros años con
su madre —cantante callejera, como luego lo sería ella— cuando, incapaz de la
manutención, fue dejada al cuidado de su abuela materna y sus ocurrentes dosis
de vino en lugar de biberón. Luego el papá, próximo a incorporarse a la Primera
Guerra Mundial, llevó a la pequeña Edith con la contraparte paterna y ahí sería
educada en el marco de un prostíbulo y las chicas públicas que le daban vida.
Cuando el conflicto armado concluyó,
Louis Alphonse recogió a Edith y la incorporó a una vida artística trashumante,
de plena decadencia, pero fue en aquellas condiciones callejeras lamentables
que el talento de la adolescente salió a relucir y se reveló como una potencia
capaz de conquistar su independencia y, a través de la interpretación de canciones
populares de particular sello y gusto masivo, su ascenso en suburbios —Pigalle—
y cabarets de “dudosa reputación”.
En 1936 grabó con Polydor su primer
disco y de la mano de la industria sería reconocida como una personalidad
musical que brilló también en el teatro, en el cine y, de manera extensa, en la
vida cultural y el jet-set de aquellos años, desde el mítico
Moulin Rouge al Carnegie Hall de Nueva York.
El gorrión de París
Pero fue en el terreno de la música,
llevando el género de la chansón française hasta una cumbre
personal, donde Edith Piaf sería un símbolo de toda Francia. No tuvo la voz más
hermosa —ni el menos capretino de los vibratos—, pero sí un
timbrado fascinante y memorable a prueba del tiempo.
“Me gusta su parola”, dice a La
Digna Metáfora la reconocida soprano María Katzarava, uno de los
mayores talentos líricos nacidos en México. “Su forma inigualable de decir las
frases. Es única. Como también lo es su timbre inconfundible. A través de su
arte puedes descubrir parte de su vida. Fue una persona que sufrió mucho desde
recién nacida y su voz tiene la virtud de transmitirlo al público en cada
sonido”.
En efecto, el canto del Gorrión
de París, como también se le conoce a Piaf, es un ejemplo de las
experiencias vitales que se mezclan con el desarrollo profesional del artista
para hacerlo crecer. Su profunda interpretación —incluida esa remarcada
guturalidad de la R— expone amores intensos, románticos, soñadores, pero casi
siempre a punto de irse, como si intuyera el despiadado tiempo del amor que
debe entregarse sin reparo en el momento, porque habrá de concluir tarde o
temprano para siempre.
Esa conciencia de fugacidad puesta en
sonidos —en ocasiones sólo a través de la voz, en otras con la autoría de la
letra— no sólo resumía el amor sentimental y carnal que se aparta de la
multitud para consumir su propio fuego, sino la experiencia misma de la vida,
de una época bella a pesar de todo, que trágica e inevitablemente se está
marchando: “La vie en rose”, “Hymne à l’amour”, “Milord”, “La foule”, están ahí
como testimonios insuperados.
El arte de Piaf es en esa óptica, de
clásica estirpe griega; debe afirmarse a la vida no obstante la tragedia, con todo
y la niebla de la melancolía apoderándose del alma.
Alimentada de
angustia
Edith Piaf fue una enamorada sufrida,
pero irrenunciable. Sus romances incluyeron a recaderos como Louis Dupont, con
quien tuvo a su hija Marcelle, fallecida a los dos años de edad; empresarios de
cabaret como Louis Leplée, asesinado en su domicilio ante señalamientos
públicos a la propia Piaf; el boxeador de origen argelino Marcel Cerdan, muerto
en un accidente de aviación; además de algunos actores como Marlon Brando y protegidos
como Yves Montand, Charles Aznavour, Georges Moustaki y Theo Sarapo, último
gran amor, 20 años menor que ella, y con quien habría de llegar a compartir
tumba en el cementerio del Père-Lachaise.
Piaf, como cierta gente nómada,
buscaba el techo, sin dejar del todo la calle. Y ese albergue siempre lo buscó
en los hombres. Quizás por eso aquella mujer bajita de cabello crespo pasaba de
un amante a otro con tanta necesidad. En rigor, hizo de sus debilidades
auténticas fortalezas, que eran reemplazadas por tragedias que siguieron
fertilizando sus sentimientos y el arte que nacía de ellos.
También aprovechó la figura masculina
para instruirse y ganar mundo. Si bien ciertos amores podrían haber sido
inmaduros e interesados para saciar su ambición, ella lo compensó después,
ayudando a jóvenes aspirantes de fama y notoriedad, completando un ciclo
karmático cuando la abandonaron.
Edith Piaf fue como Vincent van Gogh,
quien se vaciaba emocionalmente con su arte. Esa fue razón suficiente para
cortarse la oreja. Piaf conservó las dos, pero se destruía en el alcohol y la
morfina, que aliviaba sus males al tiempo que se alimentaba de la pena, de la
angustia y la miseria para continuar su canto.
Murió su cuerpo de cáncer en 1963,
pero su canto sobrevive como el icono musical de Francia. Tal vez, porque
encarnó todos los arquetipos del sueño parisino. Fue artista callejera, bohemia
miserable, enamorada de película, y su triunfo la redimió en el firmamento
internacional, validado bajo los cielos de París, porque —como dijo su amigo
Jean Cocteau poco antes de morir—, cuando cantaba Edith Piaf tiraba “oro por
las ventanas”.