Fotos crédito Alejandro Held
Joel Poblete
De la encomiable temporada lírica 2016
que está ofreciendo el Teatro Regional de Rancagua, probablemente el título que
generaba más expectativas de los tres programados para este año era el estreno
en Chile de Las Indias galantes, ópera ballet de Jean-Philippe
Rameau que se ofreció en tres funciones, el 9, 10 y 11 de junio. El ciclo
rancagüino se inauguró en marzo con un provocador Don Giovanni,
pero esta obra de Mozart ya es conocida por el público local, y el Orfeo de
Monteverdi que ofrecerán a fines de septiembre traerá de vuelta esa partitura
imprescindible en la historia de la ópera, que fue estrenada en ese país recién
en 2009; sin embargo, al tratarse de la primera vez que Las Indias
galantes se presentaba en Chile (y al mismo tiempo, la primera vez que
se ofrecía escenificada en Latinoamérica, ya que antes sólo se había
interpretado en versión de semiconcierto en Buenos Aires), y siendo
precisamente una obra del mismo autor de Platée -la pieza que
el año pasado deslumbró con su debut latinoamericano en Rancagua convirtiéndose
en un hito de las puestas en escena de ópera en Chile-, era comprensible que el
público operático local estuviera expectante con esta nueva propuesta.
Y a esto había que sumarle que esta
pieza, que desde su debut en 1735 es considerada una de las más atractivas
y especiales del repertorio barroco para escena-, no sólo cautiva por su
belleza musical, sino además su trama se presta para una puesta en escena
atractiva e ingeniosa: a lo largo de su prólogo y cuatro actos, desarrolla
historias sentimentales donde como era habitual en ese tipo de argumentos, en
algún momento aparece una divinidad griega y los amores contrariados luchan por
abrirse camino a pesar de los obstáculos, pero lo que le da un sello especial
es el lugar donde se ambienta cada una, ya que acorde al espíritu del
siglo XVIII en que fue compuesta, cada acto transcurre en una locación que
en esa época era considerada exótica (las llamadas "Indias"), ya sea
en territorio turco o incluso en Sudamérica, hasta con los incas peruanos como
personajes.
Fiel a la tradición francesa de esos
años en este tipo de obras, y al igual que en Platée, pero de
manera aún más marcada y destacada, Rameau despliega a lo largo de la ópera
diversas escenas de danza, las cuales en esta versión de Rancagua estuvieron
presentes en correctas coreografías de Italo Jorquera que quizás no sacaron
suficiente partido a las oportunidades dancísticas de esos momentos, pero de
todos modos cumplieron y fueron abordadas con entusiasmo y entrega por el
cuerpo de baile. Aunque tanto en estas escenas como en otros instantes se
aplicaron ocasionales cortes en la partitura, de todos modos el espectáculo se
extendió a lo largo de más de tres horas, incluyendo un intermedio de 25
minutos. Y como parte de su propuesta, para hacer más cercana al público una
obra barroca, ciertos elementos se adaptaron al contexto histórico chileno: por
ejemplo, el primer acto se ambientaba en la isla de Chiloé, y el cuarto en
tierras mapuches (el principal pueblo indígena del país).
Como ya está convirtiéndose en
tradición en estos montajes del Teatro Regional de Rancagua, el elemento
musical fue en verdad sobresaliente y muy adecuado al estilo barroco, con
instrumentos cuidadosamente trabajados para sonar lo más parecido posible a lo
que probablemente escucharan los públicos del siglo XVIII. De partida, una vez
más hay que elogiar la estupenda labor del director argentino Marcelo Birman,
quien ya se lució ahí en Platée y Don Giovanni y
nuevamente guió a la Orquesta Barroca Nuevo Mundo en una lectura inspirada,
luminosa y atenta a sutilezas y contrastes sonoros, así como a la interacción
entre el foso y los cantantes, contando además otra vez con el bienvenido
aporte del clavecinista Manuel de Olaso en el bajo continuo que acompaña a los
solistas en los recitativos. La agrupación respondió con su entusiasmo y
sensibilidad habitual, y aunque hubo ocasionales deslices en la afinación de
algunos instrumentos, el resultado general fue espléndido. Digno de aplausos
también el espléndido coro que dirige Paula Torres.
Los distintos roles que requiere la
obra fueron asumidos por cinco destacados cantantes chilenos, cada uno de ellos
interpretando a más de un personaje a lo largo de la obra; cuatro de ellos son
ampliamente reconocidos por el público que habitualmente asiste a la ópera en
Chile, y son además visitas recurrentes en el teatro rancagüino: la soprano
Patricia Cifuentes, los barítonos Patricio Sabaté y Ricardo Seguel y el tenor
Exequiel Sánchez. Este último, quien brillara como un memorable protagonista
travestido en el Platée del año pasado y hace poco más de dos
meses fuera un sorprendente Don Octavio en el Don Giovanni, encarnó
ahora a Valere, Carlos, Tacmas y Damon, y no pareció totalmente cómodo en lo
vocal, aunque como de costumbre fue un actor seguro, creíble y simpático.
Seguel volvió a cautivar con su voz cada vez más contundente en proyección y
volumen (en particular en el rol del inca Huáscar), con sólidas notas altas,
aunque las graves requieren quizás de aún más desarrollo. Luego de su acertado Don
Giovanni en marzo, Sabaté fue ahora Osman y Adario, y estuvo muy bien.
Cifuentes interpretó tres papeles: Emilie, Zaire y Amour, y en todos aportó su
lucimiento habitual.
Pero para muchos quizás la revelación
vocal en estas funciones podría ser la soprano Madelene Vásquez, tal vez menos
conocida para muchos espectadores, y quien sin embargo ya cuenta con una buena
trayectoria artística, tanto como parte del Coro del Teatro Municipal de
Santiago como interpretando roles solistas en ese escenario, como también en
otros teatros dentro y fuera de Chile, incluyendo por cierto el Teatro Regional
de Rancagua; de hermosa voz y delicado canto, expresiva y de buenas notas
agudas, fue una encantadora Hebé al principio y el final de la ópera, pero
también destacó como Phani, Fatime y Zima, sacando mucho partido a sus momentos
solistas.
En el ámbito teatral, el montaje fue
encomendado a la compañía teatral uruguaya Pampinak, dirigida por Martín López
Romanelli, que cuenta con más de dos décadas de trayectoria y debutaba acá en
el género operístico. La puesta en escena fue compartida entre López Romanelli
y el director del teatro, Marcelo Vidal -quien además formó parte de la
orquesta e incluso intervino en un momento en escena tocando la tiorba-, y si
bien tuvo innegables hallazgos y buenas soluciones visuales, no se puede dejar
de comentar que se echó de menos una mayor unidad y definición en su concepto
teatral y estético. Se entiende que al ser una obra alegórica, que transcurre
en locaciones exóticas y juega con arquetipos argumentales en este tipo de
trabajos barrocos, se presta para lo lúdico y ecléctico en lo teatral y visual,
pero de todos modos no convenció por completo la mezcla entre teatro negro,
técnicas circenses, los bellos diseños de escenografía virtual del siempre
talentoso Germán Droghetti -apoyados por la iluminación de Jorge Fritz- y la
idea de que los hermosos trajes que éste también diseñara no se materializaran
de manera corpórea sino que fueran una especie de juguetona fachada o
disfraz-coraza con ruedas tras el cual los cantantes asoman sus caras y brazos,
un elemento que abandonaban en distintos momentos para aparecer con una suerte
de buzo negro como el que utilizan los artistas que manipulan los personajes en
el teatro negro. En resumen, tales mixturas pueden ser indudablemente
entretenidas, pero no ayudan a distinguir una puesta en escena definida o que
al menos permita al espectador seguir una línea o propuesta totalmente
coherente en lo que se ve en el escenario.
Al margen de estas apreciaciones sobre
lo teatral, el espectáculo tuvo muchos aciertos, que permitieron resolver con
recursos ingeniosos desafíos como mostrar una tormenta o la erupción de un
volcán. Y en general el público pareció disfrutar del espectáculo, como
demostraron los calurosos y entusiastas aplausos al final. Los responsables del
montaje y del teatro habían señalado su interés en convertir esta puesta en
escena en un espectáculo familiar que consiguiera atraer a los niños;
indudablemente, desde que se inicia la historia y se ven crecer enormes plantas
y surgir criaturas fosforescentes, había magia y encanto en elementos como las
luciérnagas, los muñecos que dan vida a tiernos y simpáticos jóvenes o la
bailarina que flota en el aire y representa al amor, lo que pudo ayudar a
entretener y fascinar al público infantil, pero de todos modos es relativo
considerar que esta sea una obra para los más pequeños, tomando en cuenta que
habla de amores adultos y tiene pasajes de canto que pueden poner a prueba la
paciencia y resistencia de más de algún inquieto espectador menor de edad. Pero
por encima de todos estos detalles, este estreno local de Las Indias
galantes representa otro exitoso logro en la verdadera cruzada que el
Teatro Regional de Rancagua está desarrollando para dar a conocer el repertorio
barroco en Chile.