Foto: Fabio Parezan
Rossana Poletti
Manon
Lescaut de Giacomo Puccini, en escena en el Teatro Verdi de
Trieste, podría haberse interpretado como un concierto sinfónico, eliminando
cantantes, coro, figurantes y conservando sólo la música. Críticos musicales
autorizados afirman con razón que se trata de una obra "sinfónica".
Lo cierto es que la trama se basa también en una historia, que el propio
Puccini dibujó de manera diferente a su contemporáneo Massenet, y que esta
historia está dada por el texto de las arias y por los cantantes que las interpretan,
como por su expresividad. Y tal vez, cada tanto hubiera sido agradable escuchar
a los cantantes sin tener que gritar para superar el estruendo de la orquesta
dirigida por Gianna Fratta, porque
Manon es una como mencioné es una ópera sinfónica. Nada que decir de la
orquesta del teatro lirico triestino que estuvo espléndida, interpretando
admirablemente la perfecta construcción musical del compositor de Torre del
Lago, realzando el componente dramático del amor de Manon, que no admite
elementos consoladores a la luz de un éxito pesimista de la joven. Puccini
seguirá el modelo de esta primera ópera real en su posterior producción con
leitmotivs repetidos y citas de sus obras anteriores. La puesta en escena de
Trieste, una coproducción entre la Ópera de Montecarlo y el Teatro de Erfurt,
se caracterizó por la modernidad. Entraban en escena jóvenes alegres e incluso
un poco desprejuiciados, un personaje, el anciano, copiado de la imagen del
estilista Karl Lagerfeld, fallecido en 2019, y que fuera director de las marcas
Fendi y luego de Chanel. Cabello blanco, cola de caballo larga, traje negro
diminuto, corbata larga y estrecha, gafas rigurosamente oscuras, así era el
Geronte de Ravoir, interpretado por Matteo
Peirone, quien no tiene el mismo físico, pero sigue fielmente el cliché.
Los directores suelen buscar el cambio de época en la ópera para desarrollar su
idea, pero ciertamente no es sencillo debido al lenguaje arcaico de la ópera
que choca demasiado con la imagen en escena. En esta Manon, el director Guy Montavon, recurre sin piedad a lo
grotesco, en la escena de las prostitutas subastadas y vendidas a un puñado de
lunáticos, aunque esto también puede encajar. Lo que se hace difícil de
entender es precisamente el final en el que los dos amantes, Manon y Des
Grieux, son abandonados para morir de hambre en una tierra desolada. La
historia es muy compleja en su origen, pero en cualquier caso los dos cantan
ese abandono en la hora del fin de la protagonista. En esta puesta, en cambio,
hay dos habitaciones divididas por vidrio. Manon está encerrada en una celda
negra y sucia. En cambio, Renato des Grieux se encuentra en la sala contigua, bien
iluminada, donde hay dos paquetes de agua embotellada. Manon le dice "la
sed me devora" y le pide de nuevo examinar "el misterio del
horizonte, y busca, busca una montaña o una masía". El hombre debe explorar
si hay alguien en la tierra desolada, si es posible encontrar agua para saciar
la sed de la mujer con fiebre. Está encerrado dentro de la habitación, golpea
la puerta que no se abre y dice: "No encontré nada... el horizonte no me
reveló nada... Miré a lo lejos en vano". El espectador mira, siente y ve
algo completamente diferente. Puede que se le llame “licencia de director” pero
a decir la verdad, esa licencia parece demasiado. Las escenografías de Hank Irwin Kittel son indudablemente
estructuradas, se desarrollan en una plaza donde llega el carruaje que lleva a
la joven Manon y a su hermano a París, donde en un quisco se reparten helados
gratuitos Una multitud de jóvenes estudiantes se sienta a las mesas, todo es
alegre, pero la música ya muestra signos de una desgracia inminente. En el
segundo acto la sala es opulenta, se exponen grandes sofás, esculturas y
pinturas modernas que hacen una bella muestra. Manon ha abandonado a Des
Grieux, con quien se había fugado por amor, tras enterarse de que Geronte
quería secuestrarla, y la encontramos precisamente en este último, coloreada,
llena de oro, inmersa en un lujo suntuoso, después transformada en estatua viviente
por el viejo pintor, también un poderoso tesorero del estado. Las paredes de la
sala cambian de color, marcando un cambio de ritmo en la obra. Al querer volver
a fugarse con Des Grieux, a Manon le gustaría quitarse todas las joyas. La
codicia será su sentencia: capturada, y encarcelada termina siendo vendida
junto a las prostitutas. En el último acto nos encontramos en América en esa
tierra desolada, compuesta por las dos salas antes mencionadas. Lana Kos fue Manon Lescaut. Nacida en
la bella ciudad barroca de Varaždin, cantada y mencionada en “La condesa Mariza” de Emmerich Kálmán,
debutó muy joven a los diecisiete años. En Croacia es una diva, toca el piano, es
políglota, lleva una vida rigurosa y posee ya una carrera que abarca más de
veinte años sobre la espalda. Su voz es hermosa e imponente con la que atravesó
el exigente papel de Manon, y fue aplaudida varias veces por el público. Por
cierto, la huelga convocada por los teatros de ópera italianos para el estreno
de las temporadas también tuvo lugar en Trieste, por lo que asistí a la segunda
función, sin la pompa del debut, sin el himno nacional, sin lentejuelas ni
joyas. Kos, cantó a la par de Roberto
Aronica (un buen Renato des Grieux), quien soportó el ritmo apremiante y
dramático del conmovedor final. Lescaut, hermano de Manon, fue Fernando Cisneros, perfecto en el papel
del gascón. El cuarteto de papeles principales incluyó al ya mencionada Matteo Peirone, en el papel de Geronte,
quien era también sargento de arqueros y comandante naval, y todos aquellos
papeles que lo ven persiguiendo a la pobre Manon. También en el escenario
estuvieron Paolo Antonio Nevi, Magdalena Urbanowicz, Nicola Pamio y Giuseppe Esposito.
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