Massimo Viazzo
Un
Don Carlo de éxito contrastante es el que abrió la nueva temporada scaligera, inauguración realizada como
es costumbre el 7 de diciembre, fiesta de Sant’Ambrogio, el santo patrón de la
ciudad de Milán (aunque esta reseña corresponde a la segunda función). Sobre
todo, fue contrastante por la parte visual, ya que, frente a los hermosos
vestuarios de época negros, que ostentaban opulencia, y eran muy elegantes, diseñados
por Francesca Squarciapino hubo un
montaje funcional que al final fue un poco monótono, caracterizado por una
escena sustancialmente fija ideada por Daniel
Bianco dominada por una torre central giratoria de falso alabastro y por
enormes puertas que se desmantelaban y se reconstruían. El director escénico Lluís Pasqual se limitó solamente a
ilustrar la oscura historia de amor, poder y muerte, dejando sustancialmente a
los cantantes solos sobre la escena, tratando con gestos estereotipados y
repetitivos, sin especial atención a la interacción entre ellos y sin una
búsqueda psicológica en profundidad. Tampoco la conducción de Riccardo Chailly convenció plenamente. El cincelado de los detalles particulares, el
cuidado de los timbres, la búsqueda de la transparencia y la precisión
parecieron limitar una visión teatral muy amplia que en una ópera articulada como
esta, es fundamental. Si bien es cierto, el profundo análisis efectuado por el
director de orquesta milanés ha llevado a descubrir timbres y motivos frecuentemente
sepultados en los recovecos de la partitura y que rara vez emergen como en esta
ocasión. Debe recordarse que, aunque la
Scala ha elegido la versión de la ópera de 1884, la conocida ‘versione di
Milano’, para entender mejor, la de cuatro actos sin el de Fontainebleu. Quizás los tiempos han madurado para llevar a
la capital lombarda la versión francesa de la obra maestra verdiana que nunca
ha sido representada en la sala del Piermarini.
Al final, se puede afirmar que ha sido notable la ejecución orquestal,
pero ello un poco en detrimento de un desempeño dramático general. El elenco
estuvo verdaderamente excelente, comenzando por Francesco Meli que vistió el papel del protagonista como ya lo
había hecho en la última edición scaligera de este título en el 2017 (en 5
actos) bajo la guía de Myung-Wun Chung. Meli delineó un Don Carlo inquieto e
interior con una excavación del personaje. Su línea de cantó pareció refinada y
el fraseo ideal. Meli con una excelente
proyección vocal convenció no obstante sus notas más agudas no estuvieron
siempre a punto. Anna Netrebko interpretó a Elisabetta di Valois con una voz
suntuosa, de color bruñido. Tu che le
vanità, la muy esperada aria del cuarto acto, encantó por la seguridad de
la línea, la pompa tímbrica y el acento real, a pesar de una dicción no siempre
muy clara. Su antagonista femenina, la Princesa d’Eboli,
fue personificada por Elina Garanča con
voz imperiosa, timbre seductor, fascinante presencia y una capacidad fuera de
lo común para dominar la extensa tesitura.
La suya fue una Eboli de carácter fuerte, feroz, dramáticamente
atormentada, con rasgos quizás un poco álgidos, pero de gran nivel. O Don
Fatale fue uno de los momentos más electrizantes de la función. Michele
Pertusi se identificó totalmente con el papel de Filipo II dando una
verdadera lección de canto alternándola con melodías cantadas a flor de piel, mezze voci siempre nítidas y rotundas en
los timbres, por momentos más intensas, apremiantes y perentorias. Pertusi sabe muy bien cómo alcanzar la palabra
escénica verdina y esto se notó en su capacidad de colorear las frases
emitiéndolas con claridad y certeza dramática.
El vértice emotivo de su interpretación, Ella giammai m’amo, entusiasmó mucho. También Luca Salsi posee el color y el acento que parecen ser hechos
especialmente para cantar Verdi, y personificó al papel de Roderigo matizando
las frases y cantando con refinamiento. Su Per me giunto è il dì supremo... Io morrò, ma lieto in
core fue de enmarcar. Salsi
convenció también a los que pensaban que su voz de adaptaba a papeles brutales
y violentos que a los refinados y nobles como el del Marques de Posa. Jongmir
Park sustituyó a Ain Anger, previsto inicialmente en el elenco, y dibujó un
Gran Inquisidor un poco estentóreo y expresivamente muy monocorde, con gran volumen,
pero poca comunicación. Entre los
papeles menores, amerita ser citada Rosalía
Cid, una Voz del Cielo de timbre muy puro y luminoso, un rayo de luz al
final de la escena del Auto de Fe. Finalmente,
estuvo extraordinario el Coro del Teatro alla Scala dirigido con precisión y
emoción por Alberto Malazzi.
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